Estimado Arqueólogo del año 7012:
Me imagino que en estos momentos tu
departamento universitario (o como quiera que llaméis a esos lugares
poco ventilados donde os encerráis para desmenuzar hasta el infinito
nuestras olvidadas vidas) será un hervidero. Estaréis la mar de
excitados, ¿verdad?, secándoos cada dos por tres la frente sudada
(porque sudáis todavía, ¿no?), frotándoos las manos con la
cantidad mareante de material que de repente tenéis a vuestra
disposición, locos por empezar a convertirlo en artículos, tesis y
financiación. Yo me alegro, hombre. Mucho más que eso. Yo, y
perdona que use una palabra que quizás te cueste entender,
alucino. Eso significa que se me ponen los ojos muy, muy redondos
cuando trato de comprender la magnitud de vuestro descubrimiento. Así
que por fin habéis conseguido descifrar esta herramienta, el
lenguaje, que la humanidad estuvo utilizando para comunicarse a
trancas y barrancas, antes de que vuestros tataratatarabuelos
empezaran a entenderse por telepatía.
Ahora os encontráis con una mina
infinita de palabras, océanos de palabras, corrientes de palabras
que contaminan el buen aire sulfuroso que respiráis con la ayuda de
vuestros sistemas de ventilación individualizados. Supongo que a
vosotros, que tratáis las cosas de cerebro a cerebro, y que sois
transparentes los unos para los otros, las palabras os deben de
parecer un medio de comunicación un poco...tosco. La cosa es así: en mi tiempo las
palabras se almacenan en libros de papel (sí, papel, hecho con la
celulosa de los árboles. Me da vergüenza contártelo), y en una
especie de depósito virtual llamado Internet, cuya naturaleza no te
parecerá tan incompresible como lo otro, a pesar de que, para
acceder a él, nosotros necesitamos de unas máquinas bastante torpes
y aparatosas llamadas ordenadores o smart phones. Imagino que,
después de cinco mil años, ni uno sólo de los libros de mi mundo
habrá sobrevivido. Lo que estamos volcando en
Internet, en cambio, yo creo que sí os estará llegando todavía,
una especie de sopa espesa de ruido que vuestros sofisticados
receptores neuronales han estado captando, sin que pudiérais comprenderlo, y que
entorpecía un poquito vuestras señales de cobertura telepática.
Hasta ahora.
Porque ahora podéis “leer” toda nuestra
basura de palabras. De verdad, flipo (ya entenderás ésta también).
Es como si de repente nosotros encontráramos un billón de tablillas
intactas que describieran con todo lujo de detalles la vida cotidiana
de medio millón de egipcios de la primera dinastía, doscientos mil
griegos que se dejaran de cuentecillos de dioses salidos, y fueran al
grano con sus vicios y chismes particulares, de otro medio millón de
ciudadanos de Éfeso o de Gades explicando sus frustraciones
familiares, el menú de sus cenas, y la manera en la que mantenían
limpitos sus triclinium. Así que, para vosotros, se acabaron
las elucubraciones, las vaguedades, las excavaciones que paralizan
las obras públicas (¿vuestros dirigentes también se empeñan
en, ejem, “ponerlas en valor”? Ah, bueno, seguro que ni siquiera tenéis dirigentes. Ya te contaré, ya). Aquí tenéis, vida en directo
de hace cinco mil años. Vaya suerte.
La verdad es que podría hablarte de
tantas cosas que no sé por dónde empezar. La responsabilidad me
supera. A lo mejor esta carta te ha llegado por pura casualidad, a lo
mejor tu receptor/traductor la ha seleccionado porque era lo más
parecido a una bienvenida que ha encontrado. A lo mejor no volverás
a entresacar ningún otro texto mío de todo el maremágnum de
información que se os avecina. Conforme voy escribiendo, me doy
cuenta de lo estúpido que es que me preocupe por lo que voy a
contarte. No importa. Si lo que yo te diga no te sirve para hacerte un
cuadro de la realidad de mi tiempo, tienes muuuuchas más veredas por
donde atrochar.
Así que déjame que te haga una pequeña
introducción al trocito minúsculo de tiempo que me ha tocado. Esta
mujer de hace cinco mil años está hoy cansada. Desde que se levantó
a las ocho de la mañana, sólo ha parado en el momento de llegar a
su puesto de trabajo (la humanidad, amigo mío, todavía necesita
vender su tiempo para conseguir comida, techo y felicidad). Ha puesto
en orden su casa minúscula (vivimos donde nos dejan las
circunstancias), porque es incapaz de pensar si las camas están
revueltas o el equipaje que acarrea cuando visita a sus padres sigue
dentro de la maleta. Ha preparado la comida para mañana, porque,
¿puedes creerlo? no nos dejan salir del trabajo antes de las tres de la tarde, y eso con mucha
suerte. Aún comemos trozos de plantas y
animales, aliñados con todo tipo de sustancias derivadas de una
sustancia negra que se llama petróleo y que mueve nuestro mundo. A
pesar de lo que te horrorizaría el contenido químico de tales
alimentos, esta mujer que escribe siempre intenta elaborar una comida
decente para ella y el hombre con el que comparte casa y aficiones
(en nuestro tiempo, sigue habiendo una flagrante separación de
tareas en función del sexo) . Hoy: ensalada de mijo con brócoli,
salmón y calabacines.
Pero, bueno, vuestros archivos vírgenes
estarán saturados de información laboral y culinaria. Así que
déjame que te hable de una costumbre de la que la humanidad todavía
no ha sabido desprenderse: el cambio de armarios. Tú, que por las
mañanas te metes en una Cápsula de Recubrimiento que envuelve tu
cuerpo con esa segunda piel que te protege de vuestra atmósfera
hostil a los compuestos de carbono, no te podrás creer que la
sociedad actual todavía se ponga ropa encima. Sí, ropa. Cáscaras
hechas de pieles de animales, fibras vegetales y, sobre
todo...petróleo. Montones de ropa con los que tratamos de construir
una identidad que se nos escapa. No me entiendes, ¿verdad? Buena
señal: eso es que en tu tiempo ya se ha resuelto la cuestión del
ego. El ego. Otro día te lo cuento.
En fin, que acumulamos una cantidad
desmesurada de ropa. No sabemos desprendernos de la que ya no nos
ponemos, porque todos llevamos dentro una especie de ansia de
posguerra. Le cogemos cariño a la ropa que llevábamos cuando fuimos
felices (ya, es idiota, pero...). Todavía tenemos estaciones, aunque
a estas alturas empiecen ya a desdibujarse. Y, ya te lo he dicho,
nuestras casas, tengan los metros cuadrados que tengan (vivimos en casas prismáticas), siempre serán pequeñas, porque
siempre las llenamos de cosas, por encima de su capacidad. Porque
amamos las cosas. Resultado: dos veces al año hay que vaciar el
armario, poner todo su contenido encima de la cama, vaciar también
los paquetes de ropa de la temporada que empieza, que hasta hoy
permanecían latentes debajo de la cama. Formar un Himalaya de ropa.
Desear con todas tus fuerzas un mechero. Empezar a doblar hasta el
fin de los tiempos. Imaginar lo que sería la vida en un trópico
nudista. Mirar la hora del reloj, y llevarte las manos a la cara,
porque dentro de una hora tienes que irte al trabajo. Hacer una
pelota colosal con todo lo que hay encima de la cama, meterla de
nuevo al armario, y empujar la puerta confiando en la consistencia de
sus puertas.
Ya sé que pensarás que somos unos
lerdos bufones, pero créeme, amigo, la vida del siglo XXI puede
llegar a ser agotadora. Ya verás cuando sigáis descifrando.
P.D.: Si desarrolláis la técnica para
que la comunicación fluya en ambos sentidos de la flecha temporal, y
quieres contactar conmigo, esto, ¿podrías contarme cómo sois, qué
coméis, cuántos años vivís, si trabajáis, o simplemente
estudiáis por puro amor al conocimiento? ¿Tenéis todavía aparato
genital?
Por favor, por favor, una etiqueta exclusiva para esto!!. (Como no me manejo bien en el bloguidioma: Por favor!, más posts de esta comunicación con el futuro!). Me ha encantado!!!.
ResponderEliminarY, es cierto que la actividad del cambio de armario es una engulletiempos de mucho cuidao.
Un beso!.
Laura
Estoy de acuerdo con Laura. Cuando he terminado he mirado corriendo si tenía una etiqueta propia. Se merece una. Fdo. Taxonomista.
ResponderEliminarQue imaginación hija mia!.
ResponderEliminar¿Tú crees que llegarán a descifrar nuestro dichoso lenguaje? pero si a nosotros nos cuesta manejarlo, si raras veces conseguimos entendernos con él...¿Te gustaría que fuéramos -ya, ahora- transparentes los unos para los otros, como crees tú que serán ellos dentro de 6.000 años? Huuuy, qué susto...
ResponderEliminarMe gustaría pillar al primer imbécil que "puso en valor" la dichosa expresión "poner en valor".
La de veces que nos reímos la tía y yo cada vez que llegaba el temido momento del "cambio de armarios". No por el hecho en sí, del que ella pasaba, sino porque i-ne-vi-ta-ble-men-te nuestras respectivas compañeras de trabajo nos lo contaban al resto cada cambio de estación. Tiene gracia hacerlo como tú, con eso, gracia, una vez. ¿Te imaginas si lo contaras igual el próximo otoño, y la próxima primavera...como si, además, fuera la primera vez? Día de la Marmota total, oye.
Por cierto, hoy me estoy dedicando al cambio de armarios (a mí me dura días y más días, cogiendo un ratillo del domingo, otro hoy y así hasta acabar con el maldito montón al que también siento ganas de regar con un poquito de su propio petróleo...
Vale, vale, gorrioncillos míos, intentaré escribirle otra carta a mi colega el arqueólogo del futuro.
ResponderEliminarAutoayudado, lo de Taxidermista debería pillarlo por mí misma?
Comillas, dentro de 6000 años debería de valer la pena ser transparente y telepático. Una especie de inteligencia y sensibilidad general, para todo el mundo. Si ya hay nube en Internel... Soy optimista, confío en las posibilidades de esa gente. Si has podido adaptarse a la mierda de planeta que les hemos dejado...
MI cambio de armarios va a durar hasta el siglo en cuestión. Tranqui, no volveré a hablar de ello.