Estimado
Arqueólogo del año 7012:
Nos
separan cinco mil años, y a mí, con suerte, me quedan unos
cincuenta de vida, así que perdona si no me distraigo con ceremonias
epistolares. Lo que te acabo de decir te vuelve a sonar a chino,
¿verdad? Sí, a chino, el idioma más hablado de este planeta.
Síiii, idiomas, tenemos un montón de idiomas diferentes para hablar
entre nosotros. ¿Desde cuándo? Pues supongo que desde el mismo
momento en que se empezó a articular el lenguaje hablado. Ya, ya sé
que vosotros no le dais a la lengua. Empezamos bien. Mira, ya te
hablaré otro día sobre cartas y otros medios de comunicación. Hoy
voy al grano. Deja que te cuente algo sobre mi experiencia con los
coches.
Primero
unas cuantas generalidades, de las que espero que ya tengas noticia
(porque si no, empezaré a dudar de la disciplina arqueológica de tu
tiempo):
- El coche es el medio de transporte por excelencia de mi sociedad.
- El coche es el dueño y señor de las ciudades, que es donde la mayoría de nosotros vivimos: ocupa sus calles, tiene prioridad de paso sobre las personas, y le da al aire un color y un aroma muy especial.
- Un coche fomenta en ti la ilusión de que, si puedes ir adonde quieras, eres libre.
- Si no tienes coche la gente te mira raro.
- ¿Y qué es un coche? Pues ni más ni menos que un habitáculo metálico dotado de cuatro ruedas que se mueve mediante la combustión de varios derivados del petróleo (¿recuerdas? Nuestro líquido vital), y la dirección de un ser humano.
- Pero no todo ser humano puede conducir un coche. Para ello hace falta que un organismo oficial compruebe que estás capacitado: te hacen un examen, y si lo superas, te entregan un trocito de papel o plástico, sin el cual no se te permite conducir. Efectivamente, el llamado carnet de conducir.
Te
hablo de esto porque esta semana he tenido que hacer gestiones para
renovar el mío. Ya hace la friolera de diez años que me lo dieron
por primera vez (ay, pero que son estos diez años míos frente a la
barbaridad de tiempo que nos separa. Te da ternura, ¿verdad?) y,
déjame que te confiese, para mí fue todo un trauma. Aprender a
conducir me costó una cantidad morbosa de tiempo y dinero. Tiempo
mío, y dinero de mis padres, todo hay que decirlo. Eso te da una
pista de cómo andaban las cosas, al menos en el mundo occidental,
cuando yo era veinteañera: los jóvenes de clase media éramos
criaturas delicadas, animalitos domésticos acostumbrados a que nos
proporcionaran alimento, abrigo y juegos, a cambio de nada. A mí,
que nací justo cuando mi país empezaba a creerse que era un lugar
moderno y civilizado, nunca se me llegó a pasar por la cabeza que
mis estudios universitarios o mi carnet de conducir tuvieran que
provenir del sudor de otra frente que no fuera la de mi padre.
Así
que, inconsciente como una cigarra, tuve que recibir un número X de
clases antes de aprobar el examen (obviamente, ese número X jamás
será desclasificado) ¿Qué me pasaba? Yo no era ni mucho menos la
persona más lerda de mi generación. ¿Por qué era incapaz de pisar
un pedal con el pie izquierdo mientras hacía un movimiento en ele
con la mano derecha? ¿Por qué no podía mirar por un espejito
situado a mi derecha sin que todo mi cuerpo, y con él, el coche, se
me fueran con cierto peligro para la derecha? Estaba claro, conducir
era una capacidad que aberraba a mi peculiar coordinación
neuromotora. Clase a clase (y mes tras mes: las hojas de los árboles
(te contaré también lo que son los árboles) pasaban del verde al
amarillo al marrón al verde, y en mi autoescuela vieron toda la ropa
que por entonces cabía en mi armario), me fui refinando, aprendiendo
esa sutil coreografía, y perdiéndole el respeto a los salvajes
marbellíes (habitantes de una famosa ciudad muy próxima a la mía)
que conducían a mi lado. Y clase tras clase, mi profesor, que era de
Olvera, y metía una zeta en cada palabra, insistía en decirme que
todavía no estaba preparada. A lo mejor es que la lastimita engreída
e impaciente que me tenía al principio se fue transformando en
deseo.
El
caso es que por fin aprobé, y por fin pude meter en mi bolso el
dichoso carnet, que se mantuvo virgen hasta que al año siguiente
empecé a trabajar. Para entonces todas mis nuevas habilidades
conductoras se habían disipado. El proceso de reaprendizaje, a lomos
de un cuasi-coche montado en la Edad de los Metales, fue igual de
penoso. Metí el trasto en mil cunetas, casi acabé con la salud
vertebral de mi compañero de trabajo, a fuerza de tirones, y una vez
me quedé varada en un paso a nivel cuando las barreras ya estaban
bajadas. Pero, después de mucho carril pedregoso, y mucho barro y
mucho polvo, me hice una con los pedales y volantes. Me compré un
coche. Llené su maletero repetidamente con el fruto de mi locura
consumista de entonces (bragas, bragas, blusas, libros, discos,
libros, discos, bragas). Ponía música alucinante en su radio.
Conducía cerca de una hora para tomarme un café a Tarifa.
Después
de esta trayectoria, ¿no te parece insultante la facilidad con la
que he renovado mi carnet esta semana? Un médico sirio que apenas
sabía mi idioma (que sí, que te hablaré de idiomas en otra
ocasión) me pidió que identificara un par de letras pequeñitas y
el color de un par círculos, me hizo una mala foto, sin darme tiempo
siquiera a que me pintara las pestañas, y mi pidió 60 euros (una
moneda que está a punto de desaparecer). Ni gota de épica.
Amigo
del futuro, ¿no te parece que, vistas desde el retrovisor, las
dificultades pasadas son conmovedoras? ¿Mirarás con esos mismos
ojos compasivos cuando estudies nuestro siglo? Y un consejo, si tus
piernas todavía no se han atrofiado, desplázate con ellas todo lo
que puedas. Si es que no os piden un carnet para andar.
Conmovedoras para tí, porque tal como lo cuentas, yo no he podido hacer otra cosa que reirme.
ResponderEliminarAl menos tu caso ha seguido una secuencia lógica: aprendizaje costoso (nunca mejor dicho), práctica (peligrosa al principio, vale) y renovación sin problemas, ahora que ya eres "una asa" del volante, pero ¿qué me dices del mío? Aprendizaje/exámen, sin dificultad, práctica llevadera al principio y luego como si hubiera metido la marcha atrás, cada vez peor, menos...así que la renovación, sí, como la tuya, sin mirar si era persona, animal o cosa el renovador, un fraude total en mi caso.
Bieeeeeeeeen!!!!. Volvió el arqueólogo!!!!.
ResponderEliminarLaura
Conque el número X jamás será desclasificado?.La próxima vez que amenaces con mandarme a Prados Soleados lo sabrá cualquiera que lea tus ¡¿articulitos?!.
ResponderEliminarGrandiosas aportaciones, que se haya utilizado la arqueología como una fuente de explicación para los carnet de conducir y su forma de utilizarlo desde tiempos atrás.
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