En el camino de vuelta a Granada, me dormí durante un minuto y, quizás por efecto de la cantidad de couldinas, paracetamoles, inistones y pastillas del Dr. Andreu (existen. Flipo) que mi hígado intentaba metabolizar, soñé con la ciudad vieja de Faro. Y pensé que, si bien hoy pensaba escribir sobre las casas que he coleccionado a lo largo de mi vida, había llegado el momento de empezar mi relato de Portugal. Que, quiero creer, no deja de ser otra casa.
Pero ¿por dónde empiezo? ¿Por qué puerta entro a esa casa? ¿Entro en autobús, por el puente Vasco da Gama de Lisboa, como la primera vez, hace cuánto, Antonio, siete, ocho años? ¿Por arriba, por el medio, por abajo? Quizás lo mejor sea dejarse de rodeos, y entrar por la puerta que se abrió en el sueño. Por Faro.
Así que Faro. ¿Vamos a entrar por el Algarve, como todos los guiris cansados de la chulería y los precios abusivos de los vecinos de al lado? Por qué no. Ese Algarve de folleto turístico yo no lo conozco tanto. He huido siempre de él, como una beata de las calles malas. La primera vez que pisé el sur radical de Portugal fue en Tavira, y fue un idilio. Y, sin que sirva de precedente (lo que odio esta frase, en realidad), siempre he mantenido la cabeza fría con respecto a ese idilio. Protejo ese recuerdo bello de un lugar bello de manera intransigente: mediante actos de amor apasionados y sin compromisos. Nada de conocerse a fondo, nada que huela a familia. Ya he visto lo suficiente del Algarve. Me gusta lo que he visto, y no quiero que nada me altere esa imagen. Es un poco idiota, ¿verdad? Pero es que presiento que, como pasa en todos los enamoramientos, esa imagen es frágil.
Los alrededores de Faro hay que atravesarlos con los ojos cerrados. Luego viene una muralla y, dentro de ella, lo blanco. Vila Adentro, es como se llama la ciudad antigua. En lo más profundo de esta almendra, en su germen, hay un súbito silencio submarino. Hay un aire de cripta sellada. Hay, en un rectángulo de vacío que simplificaremos llamando plaza, unas cuantas mesas de restaurante que todavía no han sido vestidas. Hay unas buganvillas viejas derramándose por encima de una tapia. Portones de talleres, en los que sólo podemos imaginar que se arreglen barcos. Y también portones descascarillados de almacenes, que quizás alberguen los trastos de algún palacio devastado. Hay algo del momento inmediatamente posterior a un gran terremoto. Tanto, tanto silencio. Pero cómo es posible, si fuera hay coches y turistas y campos de fútbol. Hay un lenguaje de sueños.
Un hueco en la muralla da directamente a la marisma, que es un paisaje que a mí me parece el colmo de lo irreal, porque me cuesta distinguir si es una cosa o muy, muy vieja, o muy, muy nueva. Se ve tan ajena a las medidas humanas, al tiempo y a las palabras. Y, sin embargo, yo he visto pasar sobre la marisma aviones que estaban a punto de aterrizar en el aeropuerto de la ciudad, tan bajos que, dentro de ellos, los pasajeros casi debían de oler a cieno y a sal. Y he envidiado su posición privilegiada, desde la cual podrían ver el paisaje como si quien mira un mapa, con su horizontalidad absoluta y su sistema circulatorio de agua, los canales, capilares, recodos intestinales, las maderas podridas, a lo mejor hasta una chancla de hace veinte años. Pero era tan improbable, la idea de la máquina sobre esa tierra en estado embrionario, en medio de una noche con colores casi radiactivos, que parecía más fácil creer que dentro del avión no había nadie, porque el avión de repente ya no era tal, sino un ave jurásica.
Pare, escuche y mire (la marisma en Faro) |
Esa noche dormí en un hostal situado encima de una funeraria. Antes de dormirme, me dio por pensar si la misma cama quedaría justo encima de algún ataúd, y si habría una especie de tráfico entre mis sueños y la memoria de algún muerto reciente. Un lugar extraño, Faro.
Tavira no es extraña. Es bonita. ¿Por qué se ha devaluado tanto la palabra bonita? Porque Tavira es tan bonita. Dos veces he llegado a la hora española de la siesta, o a la hora universal de la playa. Las calles del centro estaban tan vacías, que parecía como si estuviera andando sobre un estereotipo mediterráneo. Sí, pero además había un cielo tan ancho. Porque, a diferencia de todos esos lugares que tan bien conocemos, allí el horizonte no está trabado por gigantes de hormigón. En el tramo de costa entre Tavira y Faro, hay un montón de islas que, con la marea, crecen o menguan, como si respirasen. La gente llega hasta ellas en lanchas. Desde lejos se ven sombras que parecen haber perdido su respectivo cuerpo, verticales, paseantes abstractos, y unas pocas sombrillas de colores que parecen el reflejo invertido de las barcas varadas en el lodo. Cientos de conchas visten de lentejuelas la arena. Pequeños montículos de vegetación y dunas embrionarias puntúan el texto de la playa. Yo me digo que a lo mejor hacen falta acantilados para soñar con viajes y descubrimientos. Porque aquí lo que pega es tumbarse y olvidarse hasta de uno mismo.
Cacela Velha (Una foto un poco frita que, a esta hora, no me voy a poner a editar) |
Mi memoria quiere obviar ahora la blancura de esta ciudad pequeñita, con sus salinas, y una iglesia que desde lejos parece satinada como un merengue. De repente me apetece editar mi imagen de Tavira con un filtro sepia, para encontrarme con el niño que fue mi padre. Porque algo me dice que la Estepona de hace cincuenta años pudo parecerse a aquella, salvando las diferencias de relieve y de forma. Hay allí un pacto, dirigido a convencerme de ello, entre las casas bajas y blancas, la costa sin paseo marítimo, esta barbería de película, los huertos con naranjos y algarrobos de los alrededores. Ah pero no, estos colores, no, esto es intrínsecamente portugués, estos ribetes, estos fachadas de azulejo, exclamaciones dentro de lo blanco.
Lo que he aprendido a amar de estos lugares son sus arrugas: en ciertas calles, las casas se asolean igual que viejos en un parque. Por alguna misteriosa razón, a nadie se le ha ocurrido mandarlas a un asilo, o hacerles un grotesco lifting, o simplemente sustituirlas por bloques de apartamentos. No ha existido, en estas calles, o en otras de pueblos, como Alcantarilha, esa neurosis de lo moderno. Por eso allí se puede fotografiar, como si una estuviese de safari, una puerta de madera con llamador, un dintel de piedra, este balcón que quiere imitar al encaje. ¿Soy ingenua, pueril? ¿Estoy envenenada por cosas tan empalagosas como el amor por la ruina o el pintoresquismo? No creo. Esta arquitectura tradicional no me parece más bella porque sí, por esencia, sino por el ejercicio de diálogo, sostenido a lo largo del tiempo, con el medio que crea y que la rodea. Es como si la voluta en la ventana, la chimenea de bruja, el panel de azulejo, hubieran sido destilados gota a gota de la luz, del cielo o del aire salado. Hay, entre las formas humanas y las naturales, convivencia y armonía. Es una belleza sinérgica.