martes, 7 de febrero de 2012

Mónica y la desilusión


Vamos por el campo, y a ella le cuesta seguir nuestro ritmo. A veces se queda rezagada. Otras camina y camina, sin fijarse en lo que nos vamos fijando los demás, y entonces se adelanta y, cuando lo considera necesario, se para y nos espera. Se pone de perfil, y a mí, que me da el sol en los ojos, me recuerda a un animal silvestre, a una de esas cabras monteses que se recortan sobre una piedra bien alta, dispuestas siempre a la fotografía. Con la diferencia de que Mónica tiene un peso encima de ella que la ata al suelo, mientras que los animales, bueno, por muy terrestres que sean, parecen siempre a punto de echarse a volar. Levanto un momento la vista del suelo, y la veo a contraluz, una figura oscura, cargada, casi un pedazo de magnetita. Otras veces me sigue de cerca, y está tan callada que asusta. No la conozco tanto como para decir que eso es raro en ella y, sin embargo, no puedo evitar una pizca de sorpresa al percibir ese envés suyo. Ese encogimiento. Porque Mónica es tan expansiva. Al menos, así es como la catalogué desde el principio. Ahora noto sus pasos, detrás de mí, y siento ese peso que acarrea, y ese silencio inédito, y me entristece pensar en la cantidad de facetas desconocidas que componen, más allá de nuestras calificaciones, a la gente con las que coincidimos habitualmente. Me entristece esa simplificación, obviar tanta riqueza, saber tan poco. En momentos así quisiera que los cuerpos fueran transparentes. Quisiera poder contemplar el mapa salvaje de conexiones cerebrales, y entender, estar ahí un rato, como si leyera.

Pero sigo andando. Busco con la mirada al otro compañero, porque el silencio de Mónica está tan lleno de significado que incluso a mí empieza a pesarme. Voy a pasarme media mañana queriendo preguntarle cómo se encuentra, pensando si decirle que puede contar con mi oreja, por si acaso quisiera desahogarse. Pero esta vez también voy a pecar de delicada. No sé. No la conozco. Hay gente a la que no le gusta que se metan en sus asuntos. Aunque sus asuntos sean parientes lejanos de tus propios asuntos. Yo la veo, intuyo lo que siente, la manera en la que, dentro de ella, se está haciendo hueco la desilusión, y me veo implicada. Me dan ganas de cogerla por los hombros, mirarle a las ojos y deletrear “tú, no, Mónica, tú no te desilusiones”. Ella se ve tan joven, y emite, emitía, tanta energía, que ser testigo de cómo la desilusión se apodera de ella duele como la contemplación en directo de un expolio, de un acto gratuito de vandalismo.

Porque estábamos acostumbrados a los otros, a los desilusionados profesionales. Los tolerábamos como se toleran a los tópicos reales, y tratábamos de que su toxicidad no nos afectara demasiado. Yo, al menos, quise creerme a salvo de su ejemplo, y lo creo todavía. He renegado mil veces del mito del funcionario quemado. He manifestado con fiereza que echarle la culpa de la falta de motivación a la Administración, a la edad, a los jefes, al universo entero, era una bonita excusa para vegetar y no hacer nada. Me niego a considerar la desilusión como un futuro cierto, como la ley natural de las cosas humanas. Quizás me pase de soberbia, pero no quiero, no quiero aceptar que nuestro destino sea vaciarnos. No quiero que eso le pase a Mónica, que era un ejemplo de vitalidad.

Al final, sin que llegara a ofrecerme, ella rompió a hablar. No sé si le sirvió de algo, más allá del desahogo. En muchas ocasiones expreso este deseo: “ojalá escribiera mejor y mejor cada vez”. En muchas, muchas más lo cambiaría por el de “ojalá supiera expresarme de viva voz con elocuencia”. Lo que yo quise transmitirle a Mónica es que llega un momento en que sabes que tienes que poner tus ilusiones en cuarentena. No se trata de que las abandones, y entonces dejes atrás la inocencia y empieces a entrar en esa fase que unos llaman madurez, y otros vejez. Consiste en aislarlas dentro de ti, encerrarte un rato con ellas, allí donde las hayas guardado, y escuchar lo que tengan que decir, con prudencia, con paciencia, como si tú no las hubieras parido. Después llega el momento de someterlas a un careo con la realidad. Así, como suena. Dentro de nuestro corazón y nuestra cabeza hay una barbaridad de mundos y, sin embargo, la realidad es tan vasta, se escapa de tal manera de nuestras consideraciones y nuestros proyectos que pretender que el dibujo de la realidad coincida limpiamente con nuestras plantillas, no es, simplemente, realista.

También me hubiera gustado tener la oportunidad de hablarle de mis propias ilusiones, decirle mira, Mónica, yo quisiera que me leyera mucha gente, y que me dejaran muchos comentarios, porque mi mayor ilusión es conectar con las personas, sentir que entre el mundo y yo fluye, en ambas direcciones, calor y humanidad. Yo quisiera tener muchos amigos, o ni siquiera muchos, quizás unos cuantos, escogidos , porque amo la intimidad, y amo reírme, y me encanta cuando alguien entiende mis chistes y yo entiendo los chistes de alguien y siento que esa tontería me la acaban de birlar de la cabeza. Y Mónica, muchas veces he estado tumbada en el sofá, gimoteando un poco, y diciéndome que es imposible, que no encuentro oportunidades para conocer gente chula y, si me hallaba especialmente dramática, que somos todos como planetas agitándonos en trayectorias cerradas. Y entonces es cuando me he dado cuenta de que no son mis ilusiones las que son irreales, sino mi manera de encararlas, esa manía de subirlas a un pedestal, y quedarme embobada mirándolas. Porque ¿sabes? yo creo que tener una ilusión inalterable puede llegar a ser tan castrante como carecer por completo de ella. Las ilusiones hay que impugnarlas, trocearlas, destriparlas para ver de qué están hechas por dentro. Hay que sacarlas a la calle, ensuciarlas, ponerlas a jugar al rugby con la realidad, para que se vuelvan musculosas y valientes. A las ilusiones hay que cambiarles el nombre por el de compromiso. Hay que trabajar por ellas, poner un pequeño ladrillo tras otro, aunque te parezca que eso no va a acortar ni un milímetro la distancia que todavía las separa de la realidad.

Le habría confesado a Mónica que durante mis años universitarios sufrí bastante por el hecho de no lograr alcanzar ese grado de complicidad que soñaba, con nadie. Que cambié mi puesto de trabajo en un lugar que amo por otro en Granada, porque estaba convencida de que ese giro le daría más riqueza y animación a mi vida. Que todavía me acuesto muchas noches pensando que no he trabajado lo suficiente en la construcción de lo que en otro post llamaba mi mito propio. Que lo fácil, lo ideal, sería recordarme, una y otra vez, “esto eres tú, Silvia, dos manos, dos piernas, una casa alquilada, un despertar, un acostarse, y entre medio, unos 75.000 latidos. No necesitas nada más”. Y, sin embargo, no me resigno a abandonar aquella ilusión, tan viejecita ya. Quién sabe, tal vez un día, a fuerza de manosearla y de ponerla a girar, logre que mi ilusión se convierta en ese conformismo santo de no necesitar nada más que mi propio latido.

4 comentarios:

  1. Siempre pensamos que lo mejor está en otro lugar,en el que nosotros no estamos.El inconformismo,que a veces nos ayuda a seguir-como la zanahoria al burro- adelante.

    Las ilusiones,nunca perderlas,por pequeñas que sean,mientras existen hay ganas de luchar por hacerlas realidad.

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  2. Esperar mucho, no esperar nada. Desesperar. Sorprenderte con lo no esperado. Ilusionarte otra vez con lo que esperaste y ya pasó. Y otra, y otra. Negarte a dejar de esperar. Acabar por esperar sin esperar a que llegue. Que la impaciencia espere a la paciencia. Que tus latidos esperen a tu corazón.

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  3. Aivá, Anónim(a). ¿Tas tomao la pastilla?

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  4. Anónima(a), no le hagas caso al Anónimo, a mí me ha encantado tu rosario de frases. " Acabar por esperar sin esperar a que llegue"... Me recuerda a lo que una vez me dijo un italiano, que, en su idioma, el verbo "esperar" se puede decir de dos maneras: aspettare, que está cargada de deseo y brasa y ceniza, y sperare, que revienta de esperanza y reposo.

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