Sólo hizo falta un comentario para que Sofía pasara de sentirse una reina a la niña torpe y gordita del recreo. Como no supo que contestar, desvió la mirada del cogote moreno, y habría jurado que suave, que estaba a sus pies, y se fijó en el espejo de la sala. Marco dorado de tienda de decoración para modernos con pretensiones y presupuesto limitado, pensó de corrido. Altura de colocación improcedente para el tipo de faenas propias de esa sala. Este tío es un fantasma, fue su diagnóstico, y la réplica que, gracias a dios, no atinó a darle a tiempo. Y yo una ridícula, tuvo que reconocerse.
El espejo dejaba a las claras con una precisión humillante que allí no estaba pasando nada. Que se había arreglado demasiado. Que el que ahora era sólo un tío no hacía otra cosa que trabajar. Pues vaya mierda de trabajo. Él, que no se había dado cuenta de nada, intercalaba su concentración con alguna explicación técnica, usando la jerga propia de los que creen, de todo corazón, que su trabajo es vital para el ser humano, y alzando la vista para mirarla. Sofía tuvo que hacer grandes esfuerzos para que esas explicaciones esotéricas le resbalaran.
No consiguió, en cambio, dejar de beberse esa mirada suya de ternerito, casi con nostalgia. Le daba pena haberse convertido de repente en una pragmática. Había sido tan bonito imaginar que él comprendía, que había un segundo sentido detrás de las pulcras superficies de la habitación y de la forma correctísima que tenía de cogerle la pierna con la mano ahuecada, como si sostuviera pájaros. Tienes todavía manos de ángel y ojos empáticos, se le pasó por la cabeza, en un descuido. Y sin embargo, él tampoco se había percatado, seguro, de que había elegido los minishorts negros que llevaba puestos no sólo para mostrarle a las claras las bondades de su físico, sino para facilitarle el trabajo. Debía de ser tan incómodo que los bajos deshilachados y pringosos de unos vaqueros te rozaran los guantes. O que una guapa paciente se te plantara delante tuya en bragas. Tampoco había dicho nada de sus zapatos de ante fucsia, exquisitamente cómodos, asquerosamente caros, de aire medio veneciano, que tenían todavía etiquetas pegadas en las suelas. Él entendía de pies. Había supuesto que entendería también de zapatos. Que lloraría de gozo estético al comparar los que ella llevaba, una obra de arte, le había dicho el zapatero con aire de conservador de museo que se los vendió, con las cáscaras de polipiel torturado que se sacaban con un suspiro las habituales de la consulta.
Porque a cuántas tristezas no se habría visto expuesto. Ventanas para juanetes en el calzado. Un caminar bamboleante de paloma vieja. Talones blancos y agrietados. Uñas empecinadas, malignas. Uñas negras. Dedos sin uñas, en yunque, apretujados como una mano tacaña. Pasos atareados, pasos torcidos. Pasos con sobrecarga. Malos pasos. No sería raro, entonces, que se pasara los días soñando con un paraíso de pies suaves e inocentes, que no pudieran chivarse de ningún pasado repleto de carritos de la compra y de trajín de nietos, todos los sábados. Debería haber contemplado los suyos y haber imaginado, por lo menos, un atardecer compartido en la playa.
A lo mejor era que este podólogo no entendía de pies ni de andares. Sí, sería capaz de recitar, hasta dormido, su anatomía y sus patologías, uno por uno sus tendones, huesos y músculos, pero no parecía haber aprendido todavía lo que los pies hablan y lo que la pisada delata. Tenía pinta de surfero y aire de alumno brillante en prácticas. Cómo iba a darse cuenta, entonces, de lo que puede herir que te digan, resumiendo y sin tecnicismos, “andas de una manera de lo más rara y simpática”, como si los años de la escuela no hubieran pasado.