Reconozco
que ayer por la tarde tuve mi momentito Herodes. Envidié con inquina
a los niños a punto de ser libertados. Fue un día oscuro, machacón
ya de lluvia, el cielo forrado de nubes como una arteria esclerótica,
multiplicando la clausura, haciendo del confinamiento un juego de
muñecas rusas. Salí al balcón, me apoyé contra la baranda mojada.
Volví a revisar el estado del limonero de mi vecina, la de la
izquierda. Un tallo desgarbado como un adolescente, metido en una
maceta, tres hojitas por aquí, un empeño de azahar por allá,
demasiado esquemático como para merecer el nombre que le he dado.
Pero
dado que se cuida solo, se lo merece. Mi vecina de la izquierda
desapareció en aquellos primeros días de nuestra prisión
preventiva. Se llevó a su gata, la que le hizo poner sobre los
barrotes de su balcón una tela de rejilla, para evitar que se
viniera de excursión al mío a través de la cornisa. Negra, tímida
como un amor incipiente, suavísima. Lo sé aunque no llegara a
tocarla, cuando estuvo a punto de colarse en mi dormitorio el verano
pasado. Hay sensaciones nunca percibidas de hecho que, debido quizás
a un sutil proceso de sinestesia, se saben y se viven como propias.
Como
el abandono en la casa de mi vecina. Veo su limonerito valerse por sí
mismo como un niño de la calle, comiendo lo que el cielo quiera
dejar caerle, y pienso en el interior de sus habitaciones sin seres:
los muebles que sólo un tabique separa de mi cabeza cuando me meto
en la cama, los platos fríos y la ropa desamparada esperando en sus
respectivos armarios, esa desolación discreta de las viviendas que
no iban a dejarse en principio más que cuatro o cinco días, y luego
las semanas pasan, y las cosas acaban convirtiéndose en algo casi
animado a través de la nostalgia.
Así
andaba yo ayer, medio triste por las cosas tristes de otra persona.
Como si las paredes se hubieran vuelto permeables y ya no pudiera
decirse esto es mío, esto es tuyo. Yo no paro de chocarme con mis
cosas. Ellas también quieren escaparse. Al libro que acabo determinar le gustaría ponerse húmedo de hierba. Puede que la silla
que no he podido sacar al balcón en los últimos dos días sueñe
con la ribera de un río. Diana, mi hija imaginaria, o la niña que
me habita, patea dentro de mí queriendo que la saque y la oree y la
deje mojarse con la lluvia. Se va a quedar enclenque como el
limonerito. Creo que los decretos gubernamentales no aceptan la
opción de sacar de paseo a niños imaginarios.
Pero
los otros, los reales, hoy han sabido absolverme. Los veo pasar
debajo de mi balcón, arco iris andantes, llenos a rebosar de todo el
espectro que va de la excitación al miedo. Sí, justo como si
estuvieran enamorados. Una niña con coletitas le pregunta al hombre
que la lleva de la mano: papi,
¿verdad que las moscas no hacen nada?;
mi costra de Herodes y el corazón que hay debajo se resquebrajan.
Como si también las personas nos hubiéramos vuelto permeables, y
los niños fueran ya de todos. Sé, como sé ciertas cosas
indemostrables, que alguno de ellos llevaba de la mano a mi Diana.