Sólo puedo decir esto, de
entrada: la isla en la que hemos encallado es un territorio demasiado
extraño como para que podamos entenderlo de un vistazo. Para ello
haría falta sacarnos los ojos de antes. Las fábricas que han parado
deberían estar manufacturando ojos nuevos, además de respiradores y
mascarillas. O los talleres estar reparando el cableado entre cerebro
y sentidos.
Es éste, el cerebro, el que
quizás se ha quedado obsoleto, y por eso cuesta entender un mundo en
el que de repente no hacen falta semáforos: puedes cruzar la calle
un poco a lo loco, pero tocar la almohada que compartes con tu pareja
ya no es un gesto inocuo. No entiendes el repentino desarrollo de una
precisión virtuosa para esquivar la poca gente que encuentras en la
calle. Ni que el volumen al que hablan los pájaros urbanos sigan
acoplados a un ruido ausente. Ni las autovías desiertas un viernes
por la noche, como sendas antiguas hacia un destino del que ya no
quedan memoria ni ruinas.
No entiendes una sociedad
que impondrá mascarillas como burkas, y que esconderá la
manifestaciones menos sutiles de la sonrisa. Habrá que aprender a
leerlas en los pliegues de los ojos. No entiendes todavía el abrazo
como una forma de libertinaje. ¿Lo imaginas? Un kama sutra
entero de sutiles roces. Nos encontraremos furtivamente para tocarnos
la piel delicada donde los dedos se unen.
No entiendes la amenaza
ubicua porque aún seguimos pensándonos con el viejo paradigma de la
invulnerabilidad. Es lo que tiene ser una especie superdepredadora:
que la fragilidad recién adquirida se tiñe con los colores del
trauma.
Ojos nuevos. Reparación de
circuitos. Cuando se entiende poco, resulta tentadora la idea de que,
pasado un tiempo, también nosotros seremos otra cosa. Habrá
paisajes del mundo antiguo a los que nos apegaremos tercamente: a
todos los ecosistemas de la piel y el tacto. Otras novedades sí
querremos adoptarlas, con entusiasmo de nuevo rico. Aclimatarnos a
ser criaturas pasajeras. Instalar la mortalidad como premisa. Abrazar
lo inmediato. Nos arrancaremos al niño mimado del carácter.
Querremos no olvidar nunca que la interdependencia no es una idea
vaga sino la forma física de la vida.
O puede que cuando la
amenaza se aplaque y los números dejen ya de dolernos recuperemos
los viejos ojos fatuos y bailemos otros locos años veinte. Puede que
sigamos depredando con desenfreno y olvidemos lo que se siente al ser
una presa. No somos una especie precisamente sensata.
Puede. Yo, por mi parte,
cogí las tijeras de cocina esta semana y me corté el pelo. Hay
algún trasquilón que otro, pero no llega a la categoría de
desastre. Habitar un territorio nuevo precisa de adaptaciones. Sí
quiero creer que la piel es mudable.
POr muy tentadora que resulte la idea, creo que seguiremos siendo mas de lo mismo.
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