domingo, 12 de abril de 2020

EPI



Ayer vi un mosquitero. Llegó volando raudo y se posó en el muro del parque como si viniera con una intención precisa. Como si posarse a cinco metros de mi balcón fuera su propósito esencial del día. Algunos pájaros están pasando así ahora: frenéticos, como lanzados por una honda, olímpicos. Como mensajes deliberados. También vi un puñado de jilgueros. No los había visto en la ciudad antes. Al mosquitero tampoco. Por mi falta de atención, seguro. No creo que un mes baste para que los animales ocupen nuevos territorios. La curiosidad sí que puede. Es una estrategia irresistible de conquista.

Qué cosita es un mosquitero, no más largo quizás que mi dedo largo. Pensar que en ese cuerpo diminuto se empaquetan un corazón, un hígado, pulmones, buche, molleja, huesos construidos con más aire que materia, y un montón más de maquinitas, me pone al borde de algo. No de las lágrimas, porque llorar no es mi fuerte. Quizás al borde del gemido. Llegó, cantó unas frases y se fue igual de rápido. Un heraldo atareado. Lo que se dicen entre sí los pájaros me cautiva. Aún más imaginar que puedan cantar para sí mismos, por gusto o por aferrarse a una estrofa segura.

Tanta prisa se dio que no tuve tiempo de llevarme a la cara los prismáticos. Un rato por las mañanas monto en el balcón un puesto de vigía. Una silla de director, el libro que esté leyendo, los prismáticos colgados del respaldo, la guía de pájaros. No la he usado todavía. Podría decirse que ésa es mi ancla, mi estrofa segura. Apoyo los pies desnudos contra los barrotes. Se me puede ver desde la calle: plegada en la estrechura de mi espacio como un animal a punto de ser parido, incómoda, acalorada, viva. Los pájaros son una excusa. En realidad me quedo privada por la visión de detalle de los árboles. Escudriño la intimidad de las ramas. Fresno. Ciprés. Olmo. Naranjo. Tan minuciosamente que es como si los estuviera trepando. Todos estamos quizás haciendo listas de lo que haremos cuando el confinamiento sea levantado. Entre los diez primeros puestos de la mía está el subirme a un árbol. Habitar un faro sobre olas verdes, un rato.

O sea, que yo sería una centinela nefasta. Mi capacidad para comprender el panorama general es más bien limitada. Porque me engatusan los detalles. Al principio del encierro pensé, un poco atolondradamente, que tal vez este tiempo empantanado fuera una oportunidad para repensar la vida. Salir al balcón como el que sube a lo alto del mástil y grita tierra, al poco. Eso no está ocurriendo todavía. A veces miro al horizonte y la orilla no aparece. Pero casi todo el tiempo me lo paso deslumbrada con los reflejos cercanos. Cuando el sol ilumina la cresta de las olas es como si el mar sonriera. Desde mi atalaya mínima yo me engancho a las sonrisas escondidas de las cosas.

No me sale una manera más provechosa de superar este trance. No soy capaz de trazar los planos de mi casa venidera. Sólo salgo al balcón y canto mi estrofa segura. Sigo el curso de lo que vuela. Procuro no frustrarme con los sucedáneos de libertad. Un equipo de protección individual compuesto de alas y ramas.

1 comentario:

  1. Recordatorio: Coger los prismáticos del coche para ver aves en los próximos días.


    Luego habrá quien piense que vigilo a la vecina pero eso será otra historia.

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