Me duelen los pies. Me
duelen las manos. Aunque no es dolor, para ser precisa. Es
sorprendente que, siendo ésta una de las experiencias básicas de la
existencia, el idioma tenga tan pocas palabras para nombrar sus
especies, subespecies, variedades y matices. Que haya que llamar casi
del mismo modo a lo que se siente ante la muerte de un ser querido o
la perspectiva de la extinción propia; ante el amor que se pierde o
deja de ganarse o se derrocha; la nube tóxica en la cabeza,
destilada por una mezcla de malas posturas, burocracia, trabajos
vacíos, y fricciones de una vida social promiscua; la carne que la
edad corrompe y atrofia; o esta fatiga gozosa de músculos
satisfechos de sí mismos.
Que me duelan pies y manos
porque han trabajado intensamente, según su norma propia, y pueden
seguir trabajando; que no me duela ninguna otra cosa: ese es hoy mi
regalo. No me duele el corazón, mi potente placa solar que mueve,
calienta e ilumina y apenas genera residuos. No me duele la espalda,
esa cara oculta donde a lo mejor se condensan las tormentas de lo que
no comprendo ni cumplo. Quizás sí me duele un poquito el cerebro,
porque esta madrugada me he desvelado un par de horas, como si un
residuo infantil estuviera todavía pendiente de la llegada de los
Reyes Magos. ¿Nadie se para a pensar en los efectos a largo plazo
que puede ocasionar en mentes demasiado tiernas este adoctrinamiento
intensivo en el deseo? Pero no hay sorpresas hoy en mi casa, ni papel
de colores ávidamente rasgado, ni ilusiones casi cumplidas. Sólo
sol y un cansancio bueno, capaz de reciclarse a sí mismo. Sólo las
secuelas de mi entusiasmo.
Me duelen las manos porque
me he comprometido a meterlas por todas partes y a cumplir
escrupulosamente el asombroso espectro de sus capacidades. Estos días
las he visto negras de tierra porque mi padre me ha ayudado a plantar
un huertecito de hierbas aromáticas; abrasadas y rosas de pelar
remolachas recién asadas; marcadas por el barro de las baldosas tras
un milagroso lapso haciendo el pino; encallecidas de colgarme de la
rama de un olivo; arañadas, forzadas al agarre, dispuestas a la
caricia, sorprendidas por la elocuencia de las cosas, impaciente por
ampliar el espectro descuidado del tacto.
Loca de amor con mis hierbas |
Me duelen los pies y las
pantorrillas porque ayer subí y subí por una senda que va
enhebrando mis paisajes predilectos. Antes de bajar y bajar me paré
en la divisoria. Ofrendé mi aliento al levante. Dejé que me
acariciaran sus barbas. Tuve que contener a mis piernas para que no
siguieran por ese lado, en pos de otros verdes prometidos, del
Atlántico bravo. Supe darme la vuelta, qué hercúleo trabajo, y al
volver me senté de nuevo en un pequeño balcón de arenisca desde el
que se entienden perfectamente todos los motivos que me hacen devota
de estas tierras. Ahora me contengo para no explicarlos, porque aquí
sí que me quema la tosquedad, la insuficiencia del lenguaje. Tengo
la certeza de que la descripción jibariza, la sospecha de que las
palabras se quedan a medias, el anhelo de encontrar un modo de
compartir más puro. Ahora mismo el lenguaje sólo me sirve como
mecha para, con suerte, iniciar fuegos ajenos. Para decirte “ven
conmigo que te muestre”.
Pies y manos: mi cuerpo
comienza en mis extremidades, y no todo lo contrario. Siempre he sido
negligente con ellas. Las cosas se me caen a menudo. A mis pies les
cuesta sujetarme al suelo y mantener el equilibrio. Tal vez por eso
soy una experta del escapismo, una planta de difícil arraigo. Que me
duelan del uso me da esperanzas de estar volviéndome por fin sólida
y robusta. No quiero más regalos.
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