Con el tiempo me enteré de
que lo llamaban Jorge, y de que era una pequeña leyenda entre los
naturalistas de la zona. Debo reconocer que esa popularidad me
molestó un poco. Nadie disfruta sabiendo que los lugares comunes
infestan como polillas de la harina su cajita de tesoros íntimos.
Para mí no era Jorge, sino El Pájaro Más Triste del Mundo, y
descubrirlo fue, paradójicamente, uno de esos raros y sigilosos
momentos de comunión con las cosas de ahí afuera.
No sé bien por qué, ni me
importa. No había nada estremecedor de por medio, ningún elemento
del paisaje que desbordara la capacidad de comprensión de la mente.
Un fondo esquemático de colinas lila a nuestra derecha; encima la
sombra flaca de cuatro o cinco alcornoques ratoneados por incendios
más viejos que mi biografía; el brazo de mi compañero señalando a
algún punto en la llanura, y allí, entre las espigas... nada en
absoluto. Porque a mirar por los prismáticos también se aprende.
Pero era una nada preñada de cosas: los campos viejos secretan una
luz que parece néctar, maciza. Tras un buen rato siendo pasto de las
chanzas del hombre que estaba a mi lado, un pasillo tenue pareció
formarse allí abajo. Esperar ver y entonces ver algo, como si el
deseo fuese motor suficiente: supongo que esa es la razón de que no
me haya olvidado. Mis ganas de pájaro vieron antes que mis ojos. He
leído, con el corazón supurante, algo parecido en este libro deJohn Burroughs que a-mo.
Un lugar de este estilo, donde parece que nada y a lo mejor todo. |
Y allí estaba, El Pájaro
Más Triste del Mundo, tan solitario en su llanura que, al menos para
mí, no tenía ni la compañía de un nombre propio. Macho de
avutarda en singular, ¿puede imaginarse algo más lastimoso? Una
criatura diseñada específicamente para pavonearse entre
fanfarrones, alardear de sus partes íntimas, exhibirse sin decoro.
Pero Jorge no tenía contrincantes, camaradas ni novias. Era la última avutarda de Cádiz y sólo despertaba el interés de las
personas. Jorge terminó muriendo estampado contra alguna de las
muchas estructuras verticales que erizaban sus campos y los
convierten en lugares abstractos que bailan. A mí me hacía gracia
pensar que fue un suicidio. Una forma como cualquier otra, la mía,
de consolarse.
Con el tiempo también he
aprendido a contenerme para no asignarle a animales y árboles
sentimientos humanos. Qué arrogancia. Jorge no era ni patético ni
camorrista. Tenía un cerebro de dinosaurio y en su genes la orden
sectaria de reproducirse. Sobrevivía y esperaba. Su tristeza no era
otra cosa que la mía. Yo no era La Chica Más Triste del Mundo, pero
a veces creía que me acercaba.
Puede que el desamparo de
Jorge fuera transferido, y el mío imaginado, pero lo cierto es que
allí había una ausencia flagrante. Una orfandad también maciza.
Los tres, pájaro, hombre, chica solitaria, rondábamos por uno de
los bordes donde se estiraba como un tambor la laguna de la Janda,
desecada en, esta vez sí, años tristes. Millones de alas
evaporadas. Traición de innumerables citas. El paisaje que salió
volando por los aires. Siempre me pregunto con el corazón en un puño
cómo harán las aves que migran para desistir de un medio que ya no
les vale. Cómo encaran el destierro. Cuántas despistadas, cuántas
tercas, siguen obedeciendo las rutas aprendidas, dando con tierra
mate donde antes había reflejos, percibiendo a su manera cambios,
pero manteniendo el empeño de darle más vida a la vida. Cuándo se
dan por vencidas y buscan otras aguas. Si esa es una opción factible
o el estancamiento de la población, la soledad y, al fin, las mil
caras de la muerte deciden por ellas.
No hace falta que diga a
estas alturas que los paisajes ausentes me obsesionan. Los ya
despachados, los desfigurados, los a punto de irse. Yo reconozco y me
pliego al imperio del cambio; me resisto a la nostalgia con toda la
alegría y la ira de mis huesos. Pero cómo puede una no preguntarse,
sentada bajo árboles raquíticos, andando por sierras desmanteladas,
testigo de la soledad de algunos pájaros, por todas las capas que
faltan. Supongo que en último término se escribe para contrarrestar
esas y otras tantas ausencias, de tantos tipos. Para repoblar y
reinundar tierras secas. Nos pavoneamos como avutardas sólo para
encontrar nuestro lugar y encontrarnos. Dentro de mí guardo Jandas.