Pensaba en ti ya antes de que el guiso
empezara a soltar su carga de olor francotiradora. Hacía cuentas,
¿sabes?, descontando años a la edad de tus hermanas, repasando ese
rosario. La olla rápida hizo las diabluras físico-químicas que por
desconocimiento llamamos magia, y me pegó un balazo de memoria. No
al modo de una magdalena pomposa. No me izó y me arrastró una ola
de recuerdos concretos. Fue más bien como cuando andando por el
monte, atraviesas un jirón de niebla. Luego te quedas con la
sensación de que algo te ha mojado, pero si te tocas la ropa, la
sigues teniendo seca. La memoria como un estado vago de la atmósfera.
No una magdalena, sino algo musculoso y
tajante como un guiso de cordero de los que hacía tu madre. Estepa
castellana rectificada por un buen puñado de verduras de huerta. Lo
huelo y pienso pueblo: la
calle de pronto florecida con cagarrutas de oveja, cuando todavía
hacía las funciones de vía pecuaria, y hace tiempo suficiente que
no voy por allí como para desconocer si el tráfico humano ha
expulsado definitivamente al de los rebaños. La hiedra en el patio,
cascada verde hondo empeñada en refutar la meseta. Avispas
emborrachándose en las uvas que cuelgan sobre mi cabeza, o todo lo
contrario, el cielo demasiado cerca, demasiado abajo, demasiado
desnudo, porque diciembre todo lo despluma y todo lo revela. El
síndrome de la mesa camilla: tibias ardientes, culo entumecido,
capas de modorra y hambre acumulándose. Y una tensión flotando en
el aire espeso, porque a ti, los ojos cerrados en el sillón celeste,
vuelve a dolerte la cabeza cuando tus hermanas empiezan a despuntar
judías.
Hoy se te perdona, porque es tu santo y
tu cumpleaños. Por la última esquina de mi ojo veo aparecer,
sonrisa de gato de Chesire, una de tus miradas burlonas. Las
efemérides reglamentarias te cargan, como a tus hermanas, como a mí
también, con la boca chica. Pero, mira, anoche estuve en la playa.
No con ellas, sino con novio y con padre. Hicimos el tonto un
poquito. Nos mojamos los pies en el mar. Quemamos papeles escritos
con nuestros lastres. Oye, sin cerillas ni mechero: con un encendedor
de cocina que apenas si daba llama; aquello de lo que queríamos
liberarnos no quería quemarse. Con lo que me había costado escribir
el mío, porque estoy mansa y reconciliándome. Pero al final
encontré el hilo, la veta de mineral pesado. Y al final nuestra
hoguera ínfima rindió cenizas. Tú: ¿Para qué, por qué? Yo:
por qué no. Si quisiéramos clasificar a las personas, esa podría
ser otra clave estúpida.
Por qué
no, como norma. Por qué no hacer el tonto. Inventar ritos. Suspender
lógicas un instante. Sumarse a un cauce, inimaginable por viejo, de
paganos. Por qué no abrazar a los muertos. Por qué no celebrarte.
Hoy cumples, pese a tu probable gesto irónico, pese a tu voluntad
fiera de no hacerlo, creo que cincuenta y cinco años. Por qué no
creer un ratito que olores y espíritus son especies parientes. Que,
dentro de mí, un guiso de cordero te reconforta, te quita el dolor,
te devuelve recuerdos.
Parece que no, pero con paciencia lastres y taras son combustibles. |