Diez de la noche pasadas. Aún no me he
quitado el uniforme. En mi piso alquilado suena el timbre. Es uno de
esos sonidos que se han vuelto anacrónicos. Nadie llama ya a la casa
de nadie, sin previo aviso por whasapp. He aquí otro intento
de hacer sociología a partir de una experiencia propia. La verdad es
que nadie llama nunca al timbre de mi casa.
La presidenta de la comunidad hoy sí,
bendita. Casi todos los días oigo a través de los tabiques cómo
toca el timbre también de la vecina que nunca sale y le pregunta
cualquier cosa. Las veo con el ojo de la mente. Pijama de felpa
frente a bata cerrada a la altura del cuello con mano de pájaro.
Charlan durante un rato: voz firme y dinámica frente a trino
quebradizo. Nunca sabré por qué no sale la vecina que no sale
nunca, porque nunca seré lo bastante descarada, lo bastante
compasiva, como para salir en pijama al descansillo a crear comunidad
y llevar a la casa de una enferma mi olor de calle. Que la compasión
sea un acto de osadía dice poco del mundo que habito.
La presidenta que merece su cargo no
viene expresamente a darme charla, sino a traerme la nueva llave
maestra. La que a partir del lunes abrirá las cuatro cerraduras que
blindan el microhábitat de pasillos cortos e impolutos que
compartimos. Llave maestra: diminuta excitación interna. Objeto
mágico. La miro en la palma de mi mano. Grandona, dorada. Me cuesta
un poco entender que sea una objeto inocuo, salido de un lugar tan
prosaico y a la vez tan fabuloso como es una ferretería. Después
miro a la presidenta. La gente en pijama me resulta bastante
irresistible. Razón por la que me veo, uniformada y hambrienta de
cena, buscando espacios comunes. Le pregunto por su madre de noventa
años. Me pregunta por cómo anda el campo. Las dos guardamos llaves
mágicas en nuestras manos.
Y a continuación viene algo obvio. Es
cuando yo me pregunto cuál es la llave maestra que lo abre todo. ¿El
amor? Pero el amor es una criatura tan ambigua, se puede confundir
con tantas cosas, apetito, indigencia, afán de dominio... El amor a
medio digerir a veces abre y otras veces cierra puertas.
¿La alegría? Sí, podría ser, esa
responsibilidad de uno mismo hacia el hecho de estar vivo. Si no
fuera porque a veces la alegría íntima linda con la
autocomplacencia, y ese es un sentimiento que cierra herméticamente
el acceso al dolor ajeno.
¿La atención a las cosas grandes y
pequeñas? El cielo y los pulgones. Los ecosistemas en trance y mi
dolor de cadera. La soledad y el palabreo incesante. La atención
esmerada e ingenua, la que no categoriza ni juzga, vuelve permeables
los muros, abre huecos en las fronteras, pero a veces me parece que
atender sólo no basta; ser testigo sin más de las intimidades del
mundo es como quedarse en el umbral de las puertas.
Hace falta la llave, sí, pero también
hace falta sentir que la puerta se abre a algo tuyo. El árbol que
admiras. La somnolencia conmovedora de la persona junto a la que te
levantas. Los dos conductores que se pican delante de ti en la
autovía. La cochinilla acanalada en los naranjos. Mi vecina que no
sale nunca. Las migrañas. Para que todo se abra ante ti es necesario
sentir que no eres diferente en esencia. Hace falta entregarse y a la
vez apropiarse del mundo. Hospitalidad: esa me parece la llave
maestra.