martes, 14 de marzo de 2017

A tiempo

 
Como en general he sido bastante lenta para todo, solía pensar que el tiempo era algo así como un complot, una broma de mal gusto. Entre yo y ciertas personas, entre yo y ciertos lugares, había siempre un árbitro vendido, un lodazal de tiempo erróneo, una de esas viejas tías solteronas que hacen de carabina. Sucedía que llegaba demasiado pronto, demasiado poco hecha, demasiado inmadura como para que el encuentro rindiese algo más que ansia y fiasco. Desconocía aún los códigos precisos, los rituales de conexión básicos. Era como un pavo desconcertado que, sin tener idea del cortejo nupcial, intentase ligar con un somormujo.

No había aprendido a desnudarme, y no hablo, o no hablo solamente, del plano físico. No sabía que para encajar con alguien o en un determinado paisaje hace falta despojarse: de vergüenza, de expectativas, de orgullo, de plásticos protectores, de miedo a la soledad, a mostrarte frágil o al abandono, de esa ridícula importancia que los muy jóvenes se dan a sí mismos. Que hay que arrancarse trozos para mostrar toda la frescura, toda la naturalidad que alberga uno.

Andaba, o eso me parecía, desincronizada con el mundo. No pillaba el compás ni a tiros. Era tan odioso, tan humillante, sentir que la vida te mandaba siempre a comer a la mesa de los niños. Retrospectivamente, cuando ya empezaba a estar curtida, solía decirme: si hubiera estudiado justo ahora, con lo que ya sé de la inutilidad de las teorías y el aprendizaje de memoria; si estuviera recién llegada a aquel lugar, con lo amiga que he llegado a hacerme del silencio y las espesuras; si se me pusiera ahora el bombero por delante, ay, a mí que ya no me callo ni me quedo con las ganas nunca. Siempre esa misma protesta, esa torpeza de quedarte esperando, porque has llegado demasiado pronto o porque las cosas han pasado de largo. Si un AVE sale de la estación Málaga a 200 km/h, y un triciclo lo hace de Calamocha, Teruel, a 3 km/h... no se cruzan nunca, o nunca durante el tiempo mínimo necesario para intercambiar un hola.

Condenado tiempo mal calculado.

Ahora... Ahora por toda la ciudad los árboles empiezan a estallar en hojas nuevas como si la primavera fuera un asunto kamikaze. Y hace un par de semanas me volví loca de olor con los azahares del limero y los limoneros de mi padre. Por todos los santos y los cloroplastos, me pregunté entonces, cómo lo hacen. Me lo sigo preguntando. Cómo adivinan las plantas cuándo ha llegado el momento justo, la combinación única de temperatura, humedad y esperanza en el futuro que consigue desperezarlas y que inmediata, explosiva, desaforadamente se pongan al maravilloso lío de rebrotar, florecer, abrirse seductoramente a los insectos, comer luz del sol y tejer glucosa. Cómo demonios entienden que aunque la meteorología se comporte como una demente, ya no hay más vuelta de hoja. Cómo leen las señales, cómo la llamarada de savia se propaga hasta cada célula y la incendia de deseo y brío. 

Cómo sabe el autillo, ese búho del tamaño de un bote de mostaza antigua, que ha llegado su hora de cruzar el Sáhara y celebrar su despedida de soltero en Granada, con la misma estridencia, la misma alegría maníaca de, pongamos, un grupo de mozos salmantinos. Cómo parecen manejar los tiempos mejor que yo un olmo, una procesianaria del pino, o el querido aguilucho cenizo.

O a lo mejor es que, sin que mi conciencia lo percibiera, en realidad yo también lo he sabido siempre. Cuándo era o no mi momento, cuándo tocaba cada cosa, cuándo había llegado la hora de entrar a la comba. A lo mejor, pese a mi expectativa y mis ideas sobre cómo debía organizarse la vida, mi naturaleza siempre se ha sincronizado bien con el mundo. Llegué cuando había que llegar a cada fase, a cada persona y cada lugar, para ser quien soy justo ahora.

2 comentarios:

  1. Silvia,
    Tus palabras me acompañaron esta mañana y esbozaron una sonrisa cómplice por esa forma de ver la naturaleza que siempre sabe cuando es su momento para estallar entusiasmada... Quizás sí que por alguna razón que no llegamos a entender del todo, sí que estamos donde debemos.

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    1. Pero mira qué es bonita la palabra cómplice. Un abrazo primaveral, Dolors.

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