Los talentos tienen muy buena prensa,
pero tal vez la falta de maña tenga aún más poder para dictar el
rumbo de una vida. A uno le gusta identificarse con lo que le sale:
metes a menudo un balón entre tres palos y te haces llamar
futbolista; juntas palabras con cierta solvencia y esperas que el
mundo te llame escritora. Pero cuántos de los nudos decisivos de tu
historia no han estado marcados por la incompetencia. Cuántas
biografías alternativas has dejado de contarte porque no sabías o
no te atrevías a hacer tal cosa. Cuánta de tu fuerza vital no ha
germinado al plantarle cara a una falta de aptitudes. Es una
posibilidad incómoda, pero también bastante reconfortante: tu
torpeza construye y por tanto puede llegar a ser absuelta.
Betty Molesworth era en verdad una
camarera torpe. Es algo que intuyes al ver sus primeras fotos, los
brazos como alambres, la seriedad incrustada en los ojos. Ahí no ves
rastro de don de gentes, de paciencia a prueba de clientes
asesinables. No era una mujer robusta. Tal vez no tuviera el duende
necesario como para que sus desaguisados con las bandejas y los
platitos de té inundados se perdonasen a primera vista. Y sin
embargo, algo debían de ver en ella para que no la mandaran con
viento fresco a casa de su madre. Quizás una combinación infalible
de determinación y desamparo.
Cuando se hizo evidente que Betty era una
calamidad en los comedores, alguien la recolocó en recepción, donde
su seriedad podía tornarse fácilmente en prudencia, y su falta de
vigor en una estampa de delicadeza elegante. Fue un buen trato para
ella. Como trabajaba los fines de semana, después se la compensaba
con días laborables libres, y como había sido exonerada del ajetreo
de cocinas y salones, podía reservar su energía física para las
montañas. El asunto era todavía más ventajoso fuera de temporada,
cuando el hotel echaba el cierre: las chicas que sí valían para
camareras debían recoger su maleta y sus destrezas y bajar allí
adonde el verano, a diferencia de lo que ocurría en una estación de
esquí, pudiera ser convertido en dinero. Betty, marcada felizmente
por su torpeza, se quedaba en las alturas de guardia, pendiente de la
llegada de clientes ocasionales. Tenía la llave del hotel; tenía la
novedad excitante de alquilar una habitación con algunos de los
amigos que, ella, sí, por fin había hecho; y sobre todo, tenía
todo el tiempo del mundo para darle suelta al romance.
No tengo datos ni tengo derecho ninguno
para insinuar que el objeto de sus amoríos fuera otro que el
paisaje. Yo sé en mis carnes que una puede enamorarse del aire
libre. Pero también sé de sobra que ese es del tipo de amor que
crece misteriosamente al ser compartido. No es necesario ponerle un
toque de picante al impulso que está a punto de tomar la vida de
Betty. Pero, después de haber entrevisto una infancia marcada por la
falta de afecto, después de haberme compadecido de su larguísima y
abandonada convalecencia, estoy deseando que alguien demuestre al fin
cariño por mi personaje.
En el momento en que el reverendo
Holloway aparece en escena, la biografía cede paso a la ficción.
Suponiendo que sean dos cosas distintas. Yo estoy firmemente
convencida de que hasta la historia más enraizada en la verdad entra
en simbiosis con los cuentos. Es como una forma de micorriza. Sin tal
alianza entre raíz y hongo, la planta apenas tiene esperanzas de
hacerse madura. Sin invenciones la vida no puede contarse.
Así que, por qué no, imaginemos a Betty
enamorada. La majestad de la roca nevada ha empezado a operar el
hechizo. La está haciendo fuerte de corazón y de piernas; ha cavado
en ella para rescatar su vehemencia de niña. La enfermedad pasó y
ha dejado en su pecho un espacio disponible. Betty, loca de las
montañas, está lista para entregarse. Pasa siempre cuando te
encandilas: que el encantamiento se propaga. Ponle a esa entrega la
connotación que más te guste. Piensa en su cuerpo, en su mente o en
su mirada y crea así tu propia novela. Haya o no algo de cariz
romántico entre Holloway y ella, su relación dará frutos.
Wood wide web, qué inventazo. |
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