Hay árboles y chavales de
todos los colores en el camino hacia el gimnasio. Unos dejan que el
viento les arranque las hojas. Otros parecen aguardar con inquina a
que les caiga algo. Me cuesta tan poco elegir entre ellos que me
asusta. Es mucho más sencillo amar a los seres sin conciencia que a
los humanos.
Camino bajo el castaño de
Indias, ya casi desnudo y todavía hospitalario, o cerca del pino
tortuoso que no se conforma con su vida urbana y busca sierras. No
dejan nunca de conmoverme. Se empeñan en recordarme que aunque nos
hayamos aclimatados relativamente bien a este medio, en realidad
nosotros tres anhelamos otros aires. Sé que cuando las bocas de las
hojas se abren para digerir la luz por ahí también se escapa agua.
Y que cada molécula que se pierde pone en marcha una bomba que,
tronco arriba, succiona la humedad del suelo. A veces me parece que
yo formo parte de esa estructura: los árboles tiran de mí y, como
el agua que transpira, yo también me escapo.
Y sé que los vegetales
emiten y distinguen señales químicas. Quién sabe, a lo mejor
criaturas de otros reinos somos algo sensibles a su presencia. Yo no entiendo sus
mensajes, pero tal vez algunas células mías pueden captarlas. Un gas orgánico, una fitohormona que me cautiva y me
corrompe y me vuelve ajena a las inquietudes de mi especie. Alguna
sustancia que hace germinar en mí semillas salvajes.
Paso así junto al grupo de
adolescentes y me cuesta sentir hacia ellos lo mismo que hacia los
árboles. Me preocupa. Siento que me disputan fuerzas contrarias: la
naturaleza sin hombres y la empatía. No me gusta hablar mucho y
muchas veces me incomoda la gente. Pero me inquieta que me siente
perfectamente el traje de ermitaña. La misantropía es una de esas
posturas poco exigentes a las que una se acostumbra. Muchas veces
querer a la gente, o respetarla, o comprenderla, o tolerarla al
menos, es un entrenamiento más duro que el crossfit. Pero yo
disfruto haciendo deporte. Considero una postura ética ponerle
trabas a mi aptitud para el retraimiento. No estoy dispuesta a que la
hosquedad me gane ni a que mi compasión se marchite.
Pero por el amor de dios ¿y
lo de las bicis?
De repente te encuentras una
bicicleta amarilla por cualquier coordenada de esta ciudad áspera
para las novedades. Una sola al principio, plantada sin cadena en tu
calle, una apuesta subversiva por la confianza. Al día siguiente en
la otra punta: un guiño. Y otra, otra, y otra, en lo que ya parece
una conjura, hasta que te acercas a una de ellas y un cartelito te
informa de que, usando una aplicación, puedes alquilarla. Da alegría
verlas en Granada, espinosa de coches y cuestas, como especies amenazadas que tímidamente van recuperando su
hábitat. Y como si de verdad fueran criaturas vivas, es desolador
verlas destrozadas.
Te enteras de cosas así, y
los árboles vienen a reclamarte. Tiran de ti de nuevo y te incitan a que te
alejes, a que tildes a la humanidad de plaga sin riesgo de
equivocarte. Nada en la naturaleza es gratuito, te dicen, ni la
crudeza de la predación ni la belleza de la orquídea. La
arbitrariedad es una innovación del Homo sapiens. La gente
no merece confianza.
Y, claro, no se equivocan en absoluto.
Pero a ver cómo les explico yo, que soy más de hierba que de gente,
y más de silencio que de charla, que a mí también me van las
apuestas locas.