Ahora son sólo buitres, y en ese sólo
hay muchos contrarios que se solapan. Un surfero y un monje budista.
Una gallina y una alimaña. Repulsión y ternura. Tosquedad y gracia.
Los he mirado a los ojos y he visto mansedumbre. He olido su aliento
repulsivo que yo creo que les avergüenza. He admirado la distinción
de su estola. Algo se me ha templado por dentro viéndolos
arrellanarse en el aire, en movimiento pero tan quietos, girando en
las circunvalaciones del cielo, sumisos y soberanos.
Ahora son sólo todo eso, pero entonces
eran puro símbolo. En otro tiempo vi girar buitres sobre mi cabeza y
ni se me ocurrió pensar en corrientes térmicas, plumas o nidos. Yo
estaba enamorada y la realidad entera era un resumen de mi causa. Los
árboles se callaban a mi paso. Todos los charcos eran espejos para
mi cara triste. El desamor se parecía al paisaje: cortados de piedra
blanca y alienígena que desafiaban la posibilidad de un camino; el
bosque visto desde fuera, cerrando sobre sí mismo sus promesas. En
la distancia no puedes imaginar siquiera las cristaleras de sol y
sombra que oculta dentro de sí la masa de árboles, la red
intrincada de conexiones, todos los seres que berrean y ululan y
zumban. Alrededor campaban la misma soledad y el mismo rechazo que mi
corazón sentía. Los buitres me estaban esperando.
A veces salía de mi casa cuando el dolor
de desear se me subía a la garganta. Buscaba el paseo junto al río,
que bajaba turbulento y feo porque no había parado de llover en
varias semanas. Andaba y pisaba mi cara en los charcos. Si me quedaba
un poco de brío, planeaba estrategias románticas. Casi siempre
me llamaba cobarde. Era esa forma de amor arbitraria y autónoma que
apenas necesita motivo. No deseaba exactamente a una persona sino
estar dentro del bosque. Sentir intimidad y dejar de estar sola.
Cuando todos los diálogos y todas las risas que no compartía, los
abrazos y besos que no daba, los juegos sin compañeros hacían una
bola y se me atragantaban, me sentaba debajo de un buen alcornoque y
boqueaba y me compadecía de mí misma. A veces miraba el cielo y
veía girar los buitres como manecillas de un reloj funesto. Yo era
más joven y mucho más melodramática. Radicalmente subjetiva. Nada
de lo que veía tenía entidad propia porque mi pena lo ensuciaba. No
podía salir de mí para salvarme porque yo-yo-yo estaba en todo lo
que veía.
Así que nunca podría haberme interesado
por el Psilotum. Lo tenía justo ahí enfrente, en la orilla
opuesta del río, una especie de hierba insignificante cuya nimiedad
se perdía en un cortado rocoso. Desde luego que no era una hierba,
eso hasta yo lo sabía, pero su singularidad, su inconcebible
arcaismo eran incapaces de abrir una grieta en mi concha de
desahuciada afectiva. Ahora que esa concha se ha hecho añicos, que
he entrado en lo hondo del bosque, que sé que los buitres son
pájaros nobles y no símbolos, me pregunto si mi soledad no se
hubiera curado antes si, en vez de la huida, hubiera escogido la
estrategia de la mujer cuyo nombre prácticamente se funde con
aquel Psilotum. Una criatura solitaria y herida que salió de
sí misma a través de las plantas.
Lo ves tan poquita cosa y no te haces una idea de su relevancia. |
Gracias Silvia, has conseguido que sienta todo lo que tu sentías. Y tienes un estilo muy elegante y muy poético, te das cuenta de esto último. Un beso.
ResponderEliminarDeseando estoy de leer tu relato sobre Miss B.M.
ResponderEliminarSi tarda es que será mejor y más extenso...
Estamos tan concentrados en lo inmenso que olvidamos (siempre) lo pequeño.
ResponderEliminarSuerte,
J.
Es que, de verdad, lo haces tan bonito. Todo tan posible. Yo tengo una concha enorme, quizá. Y las flores no entran, ni la hierba, ni las rocas ni todos los arcoiris del mundo mundial.
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