Cocinar una calabaza se parece bastante a
que de repente te caiga una herencia: algo deseable por lo que hay
que pagar tantos impuestos que ganas te dan, tras el subidón,
de mandarlo un poquito a la mierda. A una calabaza la tienes que
conquistar con la fuerza de tus brazos y exponiéndote a daños; es
un premio tierno y dulce al que sólo se puede acceder mediante la
violencia. Me dirás que en las grandes superficies puedes
encontrarla ya cortada y pelada. Te diré que mi comida gana cuando
la sazono con sudor y alguna que otra célula epitelial de mis manos.
Que alimentarte con esfuerzo te devuelve una parte de la animalidad
perdida. Y que a mi padre le crecen calabazas con la misma
exuberancia que el pelo en nuestras cabezas.
Así que ahí me tienes, asestando
machetazos sobre la encimera de melamina. Arrancándole las entrañas
a mi presa con la saña reverencial de un sacerdote azteca. Rabiando
porque la viscosidad que rodea las semillas me enciende la
dermatitis. Pelando casi con los ojos cerrados para no ser testigo de
cómo me cerceno el pulgar derecho. Efectos secundarios que merecen
sin duda la pena: mi cocina es una apología del naranja, y mi menú
semanal va a presumir con una crema tan dulce y sedosa como las
natillas, un potaje con alubias y espinacas, y una tarta de boletus y
mozarella. Voy a comerme un otoño que remolonea. Las tardes de riego
de mi padre, las puestas de sol en cinemascope, ese momento del año
en que el clima te da un arrumaco y lo que acaba se aparea con lo que
empieza.
Cosecha otoñal con que mi padre trata de exacerbar mis arrebatos líricos. |
Transformar algo todavía sucio de
tierra, que pincha y suda y sigue vivo me hace aletear de júbilo
como una bandada de buitres ante una vaca muerta. Tengo ese punto
edulcorado. Y tengo también genes de huerta. Dame tardes lentas y
una cocina grande con vistas al campo y a cambio te doy lo que
quieras. Quizás esté escuchando demasiado folk americano. Sueño
con una mesa robusta, fuentes de latón esmaltado, faldas que hacen
frufrú, y una tarta de calabaza que huela a amor de cowboy y
a especias. Tarereo sin parar Harvest Moon mientras trabajo.
Buscando esa canción por internet hace
unos días me enteré de que en el folklore norteamericano se llama
harvest moon, o luna de la cosecha, a la luna llena más
próxima al equinocio de otoño, y que la siguiente luna llena es la
hunter moon, o luna del cazador. Dentro de una semana brillará
en el cielo la segunda. Llámame cursi, pero pelearme con mi calabaza
sabiendo esas cosas anacrónicas y cantando una canción lo bastante
vieja como para aparecer en novelas de Steinbeck, hizo que mi tarea
se volviera también dulce y densa. Esforzarme en mi alimento entre
una luna y otra, igual que toda esa gente muerta que miraba al cielo
como a un oráculo. Hacer cálculos y darme cuenta de que mi calabaza
fue recogida allá por los días de la luna de la cosecha. No creer
en pamplinas paganas, y sin embargo, hacerle un guiño a visiones
obsoletas. Manejar y meterme en el cuerpo un trozo comprobado de
naturaleza. La cocina se vuelve así templo, foro, aula de ciencias
naturales y sociales, extensión del paisaje.
Y aun sin falda que hace frufrú ni
cowboy, y con mi castigada vajilla del Zara, cómo va a saber
mañana mi tarta de boletus.
Cuantísimo me gusta la Tasca de Sila, no sólo por los platos sino por las imágenes que evocas. Yo también me he visto en esa cocina, quizá esperando a que rellenes un tupper con esa tarta de boletus e irnos a dar un paseo en bici o a caballo justo antes de comerla.
ResponderEliminarPla-Na-Zo.
EliminarLo Quiero Ya.
Copio a Laura.
ResponderEliminarAunque no dejo de leer ni una sola de tus publicaciones, pocas veces me animo ya a añadir comentarios. Me sale mejor quedarme callada; pero si hablas de otoño, calabazas, boletus y de esa cocina de nuestros sueños, no puedo evitar entrar a la Tasca de Sila y pedir que me invites a quedarme un rato.
Te invito para que no te quedes callada, porque me río contigo ciento y admiro lo que dices.
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