Hay rincones en el mundo donde parece que
todas las piezas encajan. Las de dentro y las de fuera. Todo lo que
habitualmente está suelto y choca y hace ruido. Te colocas ahí y de
repente ves claro. No es que las cosas cobren sentido. No es algo tan
definitivo ni forzado. Es como cuando miras por un microscopio y al
principio sólo puedes ver tus pestañas. Un telescopio también
vale. Siempre hay alguien por ahí cerca que te pregunta si estás
viendo lo que se supone que tiene que verse. Y tú siempre disimulas.
Haces un ruidito con la garganta, mmm, un reconocimiento
fingido que te sirve para ganar tiempo. Miras y miras y te sientes
una paleta, hasta que entonces tus pestañas se esfuman, las manchas
gelatinosas de la lente cuajan y de una vez por todas empiezas a ver
cosas. Criaturas transparentes que se desplazan voluptuosas por el
portaobjetos, un liquen con aspecto de galaxia sobre una pared
rocosa. A lo mejor no era eso lo que precisamente tenía que verse,
pero qué importa. Estás viendo claro y lo que ves te gusta, porque
está ahí y no necesita explicarse a sí mismo ni que tú le des
nombre.
El tranco de la puerta principal de mi
casa es uno de esos rincones. La casa del campo. Mi casa familia.
Palabras de un mismo paisaje semántico. Me gusta sentarme ahí tras
el desayuno, un sol suave defendiendo lo que queda en mis piernas del
calor de la cama. Miro y lo que está suelto, choca y hace ruido por
fin encaja. Las higueras perdiendo cada día una hoja acartonada,
cada día menos robustas y sexys. Jazmines iluminados como en un
caleidoscopio. El suelo del porche salpicado de frutos de
washingtonia: caramelos de la cabalgata de Reyes, cagarrutas. La gata
enroscada junto a mis pies. Sentirme honrada por su confianza, porque
no la asusto, porque ofrezco algo. Piernas calientes, barriga llena,
corazón maduro. Un libro en el regazo. Ahora es el momento,
de Tom Spambauer.
Oh, sí, justo ahora. Sentada al sol en
un tranco con un gato y un libro. Ahora es el momento. La casa y su
tranco no siempre han estado en este sitio. Antes eran una caseta de
aperos y un montón de hierbas. Pero el rincón donde todo encaja es
antiguo. Algunos domingos veníamos al campo a imaginar otra forma de
vida y a empezar a trazarla. Me veo aún tumbada entre las
vinagretas, leyendo al sol y chupando tallos. Sin piezas sueltas.
Y se trata siempre de eso. De recobrar la
certeza de que uno es mucho más de lo que contiene su propio pellejo. Soy
la cría que lee sobre la hierba la higuera el sol sobre las flores
el suelo salpicado de frutos caramelos cagarrutas la pata de Nico
sobre mis uñas color vino tinto los paisajes y el corazón de cada
libro. Todo fundido y sin necesidad de sentido. Trozos de mí que no
sabía que existían y que de pronto encajan. Que me hacen permeable
y me ramifican.
Todo
lo que leo, todo lo que miro, todo lo que busco y todo lo que
escribo: se trata de dar con ese tipo de rincones donde uno y todo lo demás es lo mismo.
De todas formas ese tipo de rincones gusta compartirlos, ya sea con un gato o alguien especial.
ResponderEliminarYo creo que los especiales son otro tipo de esos mismos rincones y que ayudan a pegar tus piezas sueltas.
EliminarLa puerta de mi casa es el punto de origen y partida del vacío y la soledad; aunque no siempre apuntan hacia afuera...
ResponderEliminarSaludos
J.
No siempre significa que de vez en cuando estás acompañado más allá de ese punto de origen,¿no?
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