El cráneo, esa frontera impermeable. Es
sólo un hueso, fabricado con el mismo tipo de tejido que tus tibias,
y sin embargo, posee funciones míticas. El cráneo es como esa
puerta mágica de los cuentos que separa el mundo de las hadas del de
los huerfanitos. A veces lo de dentro y lo de afuera se parecen tan
poco que aparecer desnuda en una iglesia no te haría pasar más
vergüenza. No hace falta necesariamente estar rodando películas X
en tu mente. A veces sólo piensas menudencias, pero están tan fuera
de lugar, riman tan poco con la realidad que te rodea, que se
convierten casi en material subversivo.
Como pensar machaconamente en camas
elásticas mientras trabajas. Ponte que es un trabajo peliagudo.
Imagina que el guardia civil a punto de hacerte un control de
alcoholemia lleva un buen rato montándose una pelea de globos de
agua en su cabeza. La criatura atiende perfectamente a lo que hace,
te da las órdenes pertinentes con claridad y mesura, hace que te
apartes adonde tu coche no vaya a provocar problemas, y sin
embargo... no puede dejar de escuchar mentalmente los chasquidos de
los globos al explotar contra el suelo, los gritos de las niñas, el
chancleteo, la bronca de un viejo que ha sufrido en sus carnes
aquello de los daños colaterales, las risas... Está donde debe
estar y a la vez en un sitio completamente distinto. Tan irreal o no
como el mundo de las hadas.
Yo soy ese guardia civil, muchas veces.
Ayer, antes de llevar a cabo un trabajo peliagudo que no viene al
caso, estuve escuchando música. He descubierto que las canciones que
me conmueven me generan dos tipos de efectos básicos: unas hacen que
se me contraiga la garganta, y otras me provocan una cascada de
recuerdos radiantes que se montan como si de un videoclip se tratase.
Escuché ésta. El vídeo avanzó hasta atrancarse en una escena de
camas elásticas. Y ya no pude dejar de pensar en ello.
El color de la tarde moribunda junto a la
playa en la que se instalaban. La piel un poco viscosa de humedad
marina. Quitarse unos zapatos que siempre dejaban rozaduras y
esconderlos en la arena, debajo de la estructura. El momento crítico
de poner un pie en lo blando y creer que vas a hundirte. Esa
inestabilidad primera. El tanteo, el flirteo entre el salto y unas
piernas flojas, y poco a poco, el desmelene, la conquista de un
ritmo, empuja, asciende, empuja, cada vez con menos fuerza, cada vez
menos atada a la tierra. Y cuando la vertical ya la dominas, meterle
osadía al asunto, y tirarte de espaldas, de culo, rebotar, volver a
ponerte de pie y no hacerte daño nunca.
Mis músculos conservan todavía memoria
de ese gozo. Calculo que desde entonces habré cambiado mi juego
completo de células unas dos veces y media, pero un poso de aquella
vieja alegría salvaje permanece. Mi cuerpo remozado y sucio de
infancia se indigna. Quiere volver a hacer eso. Lo quiere realmente.
Y no entiende por qué ya no tiene derecho. Por qué sostener a un
adulto conlleva tantas renuncias.
Saltar en una cama elástica. Mover y
darle voz a muñecos y convertirlos en personas. Tumbarte en el suelo
y no hacer nada. Decir lo que te plazca. Hacer cosas sin vergüenza.
Escaparte del cráneo. No ver diferencia entre adentro y afuera.
Pues eso: por qué tantas barreras, cuando lo que hay al otro lado, tantas veces, es invención pura.
ResponderEliminarEeeeso es.
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