sábado, 2 de julio de 2016

Calor: esa disciplina BDSM*

 
El verano pasado pasé un calor tan grande, tan surrealista, que mi relación con el ardor se ha puesto patas arriba. Fue un punto de inflexión, un cambio de época, un hito. Pasarán los años y lo seguiremos evocando: ¿te acuerdas de 2015? ¿De aquellas noches en las que ser sólido era una tortura? ¿Te acuerdas de que andaba tan desquiciada que me parecía que el ventilador me susurraba cosas? No nos asustaba tanto el calor del día. Para algo más que para la expansividad nos servirá ser andaluces. Pero aquel fuego por la noche, aquella refutación del aire: levantarnos a beber o a mear por no seguir asombrados de que la cama quisiera hacernos daño. Sentirnos secuestrados, a merced de criaturas invisibles que se nos apretaban contra el cuerpo, abusados.

Desde entonces creo que soy víctima del síndrome de Estocolmo. Coopero con el calor. Lo disculpo. Lo voy buscando. Escucho las previsiones con expectación algo perversa. Me ofrezco. Ando por el monte sumisa, como una vaca bien dispuesta a que le hundan el cuchillo.

Por eso, en mi penútimo día de trabajo antes de las vacaciones, no me pareció tan mala idea salir al mediodía de la burbuja acondicionada del coche. Quería estudiar un trozo concreto de mundo que estaba a un par de kilómetros a pie de cualquier otro. Me llené los bolsillos de los cachivaches que utilizo: cámara de fotos, GPS, teléfono, la libretita de notas. Ninguno servía de mucho. Cualquier imagen hubiera nacido abrasada. Los satélites que nos ordenan “ve allí”, “no olvides dónde estás”, “contesta”, apenas tenían cobertura. Todo lo que se me ocurría anotar en la libreta carecía de interés profesional. Tal vez ni siquiera hubiera sido apto para menores. Me colgué los prismáticos. Estos siempre funcionan. La llave de la intimidad de cualquier trozo críptico de mundo. Llevaba ya demasiado peso encima. Volvería a encontrarme con la botella de agua en menos de una hora.

Y así me puse a andar, y el calor empezó a mordisquearme. Primero bocaditos de pez. A los cinco minutos el cielo era puras fauces. Había un río, y vegetación de ribera frondosa, pero no quise mirarlos mucho por miedo de que fuera un espejismo. Me conozco de sobra. Admiré las retamas y las coscojas, los cardos y los lentiscos. Todos esos valientes soldados, esa lección de budismo hecha de espina y hoja. Empezaron a hormiguearme las manos, y me acordé de que el compañero al que hace unos días le dio un síncope empezó a deshacerse de esa forma. Él estaba acompañado y yo sola. Tengo que confesar que me sentía bastante presuntuosa al respecto. Hacía tiempo que no salía al campo sin más colega que mi propia sombra. Y esta vez ni siquiera.

Y a pesar de estar disfrutando de esa repentina independencia, empecé a preguntarme si mi empeño no se estaba pasando de rosca. Estar ahí tan sin cuidado, tan entregada al calor, dispuesta a hacerme digna de todas las criaturas que son pura resistencia. Iba a continuar aunque tuviera que meterme vestida en el río. Entonces vi al búho. Un búho enorme justo en la ladera de enfrente. El Godzilla de todos los búhos. Tan fuera de lugar a pleno sol como yo. Los dos nos quedamos sobrecogidos. Lo miré con los prismáticos y él me clavó los ojos desnudos. Esas dos brasas que te hipnotizan. Podría haberme quedado mirándolo hasta que mi uniforme se hubiera convertido en una de esas cáscaras de piel que abandonan las serpientes cuando mudan.

Pero juro que el búho dijo “vete”. Lo dijo. Y entre líneas: “tú eres un animal blando y desprotegido y yo soy una rapaz nocturna, así que vamos a dejar de hacer el idiota”. Y cuando de algún modo supo que mis prismáticos no eran escopeta, y mi fascinación sólo peligrosa para mí misma, se quitó de enmedio con un silencio ultraterreno. Exquisito.

No pude hacer otra cosa que darme la vuelta. No sé en qué estado habría llegado al coche si hubiera cumplido mi absurdo próposito, si el hechizo del calor no se hubiera rendido al del búho. Cuando lo hice le abrí la garganta a mi botella como un guácharo, y mojé mi sombrero en el río. Me acordé por fin de que a veces la mejor estrategia es la huida, y que entregarse de esa forma, al calor o a lo que sea, es instructivo hasta que te quiebra.

Ahora el síndrome de Estocolmo ha desaparecido. En un par de horas me marcharé adonde sea que haya brisa.


*¿Que qué es BDSM?¿ Y para qué sirve la Wikipedia?

4 comentarios:

  1. Súper interesante el link a la Wikipedia y el glorioso mundo de las parafilias...
    Gracias!
    sparkling2.blogspot.com

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Que un mamífero haya podido semejante variedad de motivos para encenderse...

      Eliminar
  2. Anónimo entre comillas05 julio, 2016 23:33

    Aunque este verano no se repita el exceso del pasado, no tendrás suficientes vacaciones para evitar algún que otro mordisco.
    Ay, teniendo en esa ciudad de tus noches sin sueño el frescor del oasis albaicinero...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pero mi pellejo se ha endurecido. Si durmiera en el oasis no habría podido desarrollar callo.

      Eliminar