El verano pasado pasé un calor tan
grande, tan surrealista, que mi relación con el ardor se ha puesto
patas arriba. Fue un punto de inflexión, un cambio de época, un
hito. Pasarán los años y lo seguiremos evocando: ¿te acuerdas de
2015? ¿De aquellas noches en las que ser sólido era una tortura?
¿Te acuerdas de que andaba tan desquiciada que me parecía que el
ventilador me susurraba cosas? No nos asustaba tanto el calor del
día. Para algo más que para la expansividad nos servirá ser
andaluces. Pero aquel fuego por la noche, aquella refutación del
aire: levantarnos a beber o a mear por no seguir asombrados de que la
cama quisiera hacernos daño. Sentirnos secuestrados, a merced de
criaturas invisibles que se nos apretaban contra el cuerpo, abusados.
Desde entonces creo que soy víctima del
síndrome de Estocolmo. Coopero con el calor. Lo disculpo. Lo voy
buscando. Escucho las previsiones con expectación algo perversa. Me
ofrezco. Ando por el monte sumisa, como una vaca bien dispuesta a que
le hundan el cuchillo.
Por eso, en mi penútimo día de trabajo
antes de las vacaciones, no me pareció tan mala idea salir al
mediodía de la burbuja acondicionada del coche. Quería estudiar un
trozo concreto de mundo que estaba a un par de kilómetros a pie de
cualquier otro. Me llené los bolsillos de los cachivaches que
utilizo: cámara de fotos, GPS, teléfono, la libretita de notas.
Ninguno servía de mucho. Cualquier imagen hubiera nacido abrasada.
Los satélites que nos ordenan “ve allí”, “no olvides dónde
estás”, “contesta”, apenas tenían cobertura. Todo lo que se
me ocurría anotar en la libreta carecía de interés profesional.
Tal vez ni siquiera hubiera sido apto para menores. Me colgué los
prismáticos. Estos siempre funcionan. La llave de la intimidad de
cualquier trozo críptico de mundo. Llevaba ya demasiado peso encima.
Volvería a encontrarme con la botella de agua en menos de una hora.
Y así me puse a andar, y el calor empezó
a mordisquearme. Primero bocaditos de pez. A los cinco minutos el
cielo era puras fauces. Había un río, y vegetación de ribera
frondosa, pero no quise mirarlos mucho por miedo de que fuera un
espejismo. Me conozco de sobra. Admiré las retamas y las coscojas,
los cardos y los lentiscos. Todos esos valientes soldados, esa
lección de budismo hecha de espina y hoja. Empezaron a hormiguearme
las manos, y me acordé de que el compañero al que hace unos días
le dio un síncope empezó a deshacerse de esa forma. Él estaba
acompañado y yo sola. Tengo que confesar que me sentía bastante
presuntuosa al respecto. Hacía tiempo que no salía al campo sin más
colega que mi propia sombra. Y esta vez ni siquiera.
Y a pesar de estar disfrutando de esa
repentina independencia, empecé a preguntarme si mi empeño no se
estaba pasando de rosca. Estar ahí tan sin cuidado, tan entregada al
calor, dispuesta a hacerme digna de todas las criaturas que son pura
resistencia. Iba a continuar aunque tuviera que meterme vestida en el
río. Entonces vi al búho. Un búho enorme justo en la ladera de
enfrente. El Godzilla de todos los búhos. Tan fuera de lugar a pleno
sol como yo. Los dos nos quedamos sobrecogidos. Lo miré con los
prismáticos y él me clavó los ojos desnudos. Esas dos brasas que
te hipnotizan. Podría haberme quedado mirándolo hasta que mi
uniforme se hubiera convertido en una de esas cáscaras de piel que
abandonan las serpientes cuando mudan.
Pero juro que el búho dijo “vete”.
Lo dijo. Y entre líneas: “tú eres un animal blando y desprotegido
y yo soy una rapaz nocturna, así que vamos a dejar de hacer el
idiota”. Y cuando de algún modo supo que mis prismáticos no eran
escopeta, y mi fascinación sólo peligrosa para mí misma, se quitó
de enmedio con un silencio ultraterreno. Exquisito.
No pude hacer otra cosa que darme la
vuelta. No sé en qué estado habría llegado al coche si hubiera
cumplido mi absurdo próposito, si el hechizo del calor no se hubiera
rendido al del búho. Cuando lo hice le abrí la garganta a mi
botella como un guácharo, y mojé mi sombrero en el río. Me acordé
por fin de que a veces la mejor estrategia es la huida, y que
entregarse de esa forma, al calor o a lo que sea, es instructivo
hasta que te quiebra.
Ahora el síndrome de Estocolmo ha
desaparecido. En un par de horas me marcharé adonde sea que haya
brisa.
*¿Que qué es BDSM?¿ Y para qué sirve la Wikipedia?
Súper interesante el link a la Wikipedia y el glorioso mundo de las parafilias...
ResponderEliminarGracias!
sparkling2.blogspot.com
Que un mamífero haya podido semejante variedad de motivos para encenderse...
EliminarAunque este verano no se repita el exceso del pasado, no tendrás suficientes vacaciones para evitar algún que otro mordisco.
ResponderEliminarAy, teniendo en esa ciudad de tus noches sin sueño el frescor del oasis albaicinero...
Pero mi pellejo se ha endurecido. Si durmiera en el oasis no habría podido desarrollar callo.
Eliminar