Cuscatlán, pero sobre todo Cotopaxi.
Cotopaxi. Hay nombres que te dejan en la mente una huella
intrascendente pero imborrable. Cicatrices sin leyenda. Señales que
no dicen nada. Tengo un pequeño costurón debajo del labio, de una
vez que quise mirarme en un espejo del cuarto de baño sin tener
todavía altura, y terminé aterrizando sobre el lavabo. El rastro de
una biopsia en un muslo. Vestigios en las rodillas y los codos de
cuando pensé que mi torpeza podía ser compatible con unos patines.
Todo eso cuenta mi biografía. Pero he olvidado la historia de otras
señales. Como si la vida pasase a veces desapercibida.
“Cotopaxi” era una de esas huellas
mudas. Podía estar cortando cebollas y repitiendo el nombre como un
mantra. Vendida ante el ginecólogo o el dentista. Pintándome las
uñas. Preparándome para la escritura. Escuchando con atención tu
rollo. Apretando los dientes para conseguir – sin éxito – hacer
una dominada. Y mientras yo con mi palabra clavada. Que no es un
fetiche para sentirme segura. Mi mente tropezaba con ella igual que
tu lengua acaricia una llaga.
Una palabra cualquiera, eso es lo que pensaba. Ya no, porque esta semana he vuelto allí, a Cuscatlán
y a Cotopaxi. Cuscatlán es una región salvadoreña donde se cultiva
caña de azúcar. Cotopaxi, un volcán de Ecuador en activo. También
son los nombres de dos pabellones de dormitorios de un centro de
estudios que está en Mollina, Málaga. Una especie de campo de
concentración amable. Ahí es adonde he vuelto, no a Latinoamérica.
Después de unos trece años. Trece. Jesucristobendito.
Martes. Tres de la madrugada. Pabellón
Cuscatlán. Habitación setecientos y pico. Doy vueltas en la cama.
Agujetas en la mente, en los abdominales y en la espalda, porque en
los escasos ratos libres hago planchas y flexiones. La posición
sedente me mata. Pienso en cómo me recuerdan estos días a los de
hace trece años, cuando empecé a trabajar y me mandaron aquí mismo
a hacer otro curso. Se parecen en lo de insertarme de pronto en un
grupo. Dar mis coordenadas básicas a unos desconocidos en el
desayuno. Defender mi personaje. Saber qué hacer con mi cuerpo en
los dencansos entre clase y clase. Ser consciente de que, a
diferencia de lo que pasó en otras aulas, lo que me están
contando tiene potencial suficiente como para fabricar otro modelo de
Silvia.
Y al mismo tiempo, qué poco me parezco
yo a la de antes. Es como si a lo largo de estos años, además de
sumar experiencias, descascarillarme de creencias erróneas y
enamorarme para siempre unas cuantas veces, hubiera cambiado de
estado. Ya no soy más gaseosa. Como si la nube que era entonces se
hubiera ido condensando. Con el mismo alivio de un chaparrón de
septiembre. Después de trece años, huelo a campo.
Y quizás por eso no podía dormirme en
mi cama del pabellón Cuscatlán, vecino del Cotopaxi. Estaba
excitada: en el mismo punto de partida de hace trece años, pero con
cartas nuevas. Menos huidiza, mucho mejor armada. Sobre todo más
atenta. La vida ya no me pasa desapercibida. Ahora todas mis cicatrices tienen historia. Sé perfectamente lo que
me va a dejar huella.
quiero ser un poco tú. con un poco ya mejoraría bastante
ResponderEliminarCreo que nunca me habían dicho nada tan bonito. Podría rebatirlo, pero por una vez, perfiero disfrutar de semejante regalo.
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