Hace unos años me apunté a danza del
vientre. Dos clases semanales. Otras cuatro o cinco chicas. Ninguna
de ellas se incorporó de ninguna manera a mi vida. Con ninguna
compartí algo más que saludos de cortesía y el gorjeo propio de
una actividad física divertida. Los violines y la darbuka cesaban y
cada una recogía sus cosas, su velo, su pañuelo de moneditas, y
salía disparada, incorporándose a su surco propio en la calle. Cada
una acarreando su prisa. Mucho más tarde, cuando quise asimilar de
una vez que la gracia no se aprende y me aburrí un poco de la danza,
descubrí que una de esas chicas escribía de una manera admirable.
Aguda, vibrante, sorprendentemente madura. Una especie de traducción
ordenada del idioma que usaría contigo esa mejor amiga a la que
consentirías todo consejo y toda puya.
Fue una sacudida. Esa chica con la que
coincidí apenas, con todo ese bosque íntimo de escritura. Fue un
forma suave de ofensa a mi necesidad de conexión directa. Una
pequeña burla a mi supuesta capacidad perceptiva. Una pena: no haber
sabido en su momento que compartíamos más de lo que parecía. Desde
entonces me resulta complicado entender la presencia de figurantes en
mi película. Me cuesta seguir viendo a la gente como bultos. Mi
mirada individualiza e interroga a cada figura en la calle, en el
gimnasio, en las diversas salas de espera del día a día, y cuando
vives en una ciudad eso es simplemente demasiado. Tanta
particularidad, tanta oferta, tanta promesa prácticamente
inaccesible. El Corte Inglés humano cerrándote la puerta en las
narices.
Está todo esa opulencia ajena, oculta
tras el aspecto exterior de personas que, pese a mí, se empeñan en
seguir siendo gente. Vedada. Infranqueable. Continentes vírgenes que
no llegas a explorar porque no se encuentran en tu ruta. Ves a lo
lejos tierra, pero la corriente al final te aparta, aunque ya
hubieras puesto un pie en la orilla.
Y luego está la realidad inversa de los
libros: una riqueza sin continente ni forma que la incluya. Hace poco
he devorado Sapiens. De animales a dioses. Y no me ha bastado
leer en la cubierta el insólito nombre de su autor, Yuval Noah
Harari. Hubiera necesitado tener delante su mano para estrecharla,
mejillas que besar, hombros huesudos para abrazarlos, cuerpo que
invitar a cenar. Su breve historia de la humanidad ha saltado
de su mente a la mía como un parásito que completa su ciclo. Sin
contacto físico. Sin que se me permita contemplar qué expresa con
los ojos un historiador que plantea si la acumulación de poder de
nuestra especie ha derivado o no en felicidad. Qué luz esconde o
exhibe alguien capaz de narrar la totalidad de manera neutral y
compasiva.
Sin opción a la amistad. Que es de lo
que se trata.
Buen tema el de si la acumulación de poder da la felicidad.¡pa mi que no!
ResponderEliminarHe empezado a leer "Sapiens" y me está fascinando, gracias por la recomendación ;-)
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