A mí los bares no me vuelven loca.
Porque soy animal de costumbres radicalmente diurnas, porque el
amontonamiento de cuerpos me agobia, y porque tengo problemas serios
con el ruido. Una vez me dijeron en un reconocimiento médico que
escucho mal por exceso: que mi oído es tan sensible a un espectro
tan ancho de frecuencias que se satura con los mensajes irrelevantes
que conforman el ruido de fondo, y el mensaje principal se
me enturbia. Me voy por las ramas de cualquier conversación y pierdo
oído del tronco. No receles: presto atención cuando me hablas, una
atención desorbitada para que no se me escape nada de lo que dices.
Pero es como si tus palabras estuvieran cubiertas de hojarasca. Tengo
que rescatarlas debajo de una canción de Coldplay pegajosa, la
cisterna del váter de señoras, el golpeteo de los vasos sobre la
barra, el rumor de los coches afuera, toda esa cháchara. Mi cerebro
suda cuando trata de escucharte en un bar.
Y luego está el fingimiento: gente que
en realidad es menos alegre de lo que aparenta. Que expresa interés
y oculta apatía. Que se bebe unas cañas como por descarte, porque
si no nos juntamos y bebemos y simulamos jovialidad, qué nos queda.
Que se engaña a sí misma acerca de las ganas que tiene de estar
donde está. No digo que sea la norma, pero la noche en los bares
parece un refugio del carnaval.
Digo eso, y digo también que me quedaría
un buen rato en El bar de las grandes esperanzas, de J. R.
Moehringer. Vale que es un lugar idealizado en el que la sordidez del
mal aliento se oculta. Donde cada borracho es un leyenda, y cada
anécdota intrascendente una saga, y la sarta de hombres enhebrados
mediante un hilo interminable de copas, caballeros de Camelot que
personifican la camaradería, la aceptación y la ternura. Pero que
levante la mano quien nunca haya mitificado un lugar donde al menos
por un instante se sintió acogido. Que lo haga el que en la barra de
un bar nunca se haya visto mirando al fondo de los ojos de un
conocido reciente, dejando que las rodillas se rocen con las del
otro, pensando que quieres explorar esa cercanía, que ahí, en esa
vida distinta a la tuya, es donde quieres entrar.
No me ha sobrado ni una página de este
libro generoso, pero este pasaje...
Piensa en el miedo, decide ahora mismo
cómo vas a enfrentarte al miedo, porque el miedo va a ser la gran
cuestión de tu vida, eso te lo aseguro. El miedo será el
combustible de todos tus éxitos, y la raíz de todos tus fracasos, y
el dilema subyacente de todas las historias que te cuentes a ti mismo
sobre ti mismo.
...este pasaje me ha noqueado. No revela
ninguna novedad, a estas alturas de mi película, nada que no haya
considerado antes mil veces. Pero es justo ahora cuando me interpela.
Porque me han propuesto dar una charla en otoño sobre el personaje
real en torno al cual iba a girar mi supuesto primer libro. Y eso es
un guante arrojado a la cara de uno de mis miedos más longevos:
levantar la voz frente a un grupo. Y, dejando de lado la cuestión de
si estoy lo bastante enamorada de ese personaje como para defenderlo
en público, yo no sé cómo desactivar ese resto duro de timidez que
todavía me queda.
Ojalá cada acto de comunicación se pareciera a acodarse en una barra de bar y abandonarse.
No hay que temerle a los miedos... Son los que nos hacen fuertes...
ResponderEliminarPero lo que de verdad me asusta es la falta de sinceridad.
Un saludo.
Alessia
Yo no creo que nos hagan fuertes. Creo que saber soportarlos sin maquillarlos ni esconderlos debajo de la alfombra es un paso fundamental para intuir de qué estamos hechos.
EliminarBesos.
Hay miedos que soy incapaz de afrontarlos, prefiero ahuyentarlos.
ResponderEliminarSaber que están ahí y qué es lo que quieres hacer con ellos es afrontarlos.
EliminarEEEEH, a mi también me pasa lo del exceso de audición que transforma una conversación de barra en una procelosa jungla cacofónica difícil de desbrozar...
ResponderEliminarEeeen fin, también tiene sus ventajas en campo abierto, como ser el primero en escuchar el grito lejano de un aguilucho o el crujir de tus párpados abriéndose como platos al escuchar hablar de Mrs M.
Quiero escucharte en otoño, y no dudo que lo hará usted estupendamente!
Kisses.
Y por eso hablas bajito y yo tengo que arrimarte tanto la oreja.
EliminarTodavía quedan algunos meses, ya veré qué historia me cuento al respecto.