Sé a qué se parece un avión por
debajo. No a un águila, ni a una grulla migrante. Con las luces de
la panza encendidas, y a punto de caer la noche, un avión se parece más
a una raya que a un pájaro. A un pez manta con sus ojillos asustados y la boca aburrida
de besar sólo arena. El cielo es azul marino, la bestia ruge.
Soy como un buceador sobre el que flotase la soberbia indiferencia de
la naturaleza. Imagínate: la levedad de estar emparedado en una
columna de agua, y ballenas, tiburones, bancos de peces cruzando por
encima de tu cabeza, haciendo como que te ignoran, dejándote estar y
mirar, sin comer ni que nadie te coma.
Me cuesta menos imaginar eso que asimilar
que dentro del avión hay gente. Al menos un centenar de cerebros a
punto de ponerse a dar órdenes como locos al doble de piernas y
brazos. Las emociones crudas del aterrizaje: la excitación y el
miedo, y el fastidio de tener que levantarse de la butaca. La
esperanza de ser bienvenido y de estar a las puertas de algo, el
recuerdo de otras llegadas. El contador puesto a cero. Todas esas
diminutas infancias.
Más de cien historias contándose al
unísono y yo debajo. Dejándome estar y mirando. Hay una gracia
submarina en el avión de la que no se dará cuenta nadie. Ni los
viajeros de esfínteres contraídos, rezando como mejor les sale, ni
la tripulación haciendo cálculos de cuánto queda hasta la hora de
ponerse el pijama. Ninguno de ellos es ahora mismo consciente de la
prodigiosa rareza de estar flotando.
La lluvia empieza a repicar sobre la
chapa del coche. El cielo está arrebatado. Llegar a una ciudad
pequeña y desconocida en taxi, mientras las gotas resbalan por los
cristales: qué cinematográfico. Yo seguiré aquí otro rato. No hay soledad posible: agua cayendo escandalosa como si alguien
hubiera aprobado la metáfora de un cielo surcado por peces. La
vecindad del pinar y del cementerio. No pongas esa cara. Es el sitio
ideal para hacer un descanso. Un pequeño cementerio aislado en el
campo, sin luces eléctricas a la vista ni ruidos humanos ni
nostalgia. Sin miedo ninguno. Esto también es naturaleza: algún
cuerpo se deshace igual que en el pinar se irán deshaciendo los
condones de colores que he inventariado, azul, verde, rojo, la mierda
de los domingueros, los restos de fiesta.
La gente se mueve, vive y muere y deja
rastros, y yo sigo dentro del coche y a oscuras, agrdeciendo la lluvia
y, ya sabes cómo voy a acabar, la asombrosa rareza de estar
flotando.
Esa es la magia ,flotar.... hasta que los pies toquen tierra firme
ResponderEliminarEsa es la magia ,flotar.... hasta que los pies toquen tierra firme
ResponderEliminarPero es que en verdad sólo tocamos tierra al morirnos. No hay nada sólido. Y casi mola.
Eliminar