No he echado muchas cuentas, pero creo
que la amistad tiene la culpa de al menos la mitad de las cosas que
he hecho en mi vida. Es el motivo inconsciente u obvio que se repite
una y otra vez en mi película. Mi tatuaje imborrable. Fui a lugares
y me largué de lugares en pos de unas personas íntimas a las que
aún no conocía. Esos eran los amigos que me llamaban, me
reclamaban, me imantaban en la distancia: los que no tenía. Esa
explicación se alojaba entre mis costillas pero yo no sabía
nombrarla. Me poseía el hambre, me movía como a algunos los mueve,
yo qué sé, la cleptomanía.
Escapé del pueblo donde viví los
primeros años de mi independencia porque me pasaba meses sin tener
agujetas de risa. Necesitaba dar abrazos y a mi vera sólo encontraba
cojines y almohadas. Quería decirlo todo, señalar cada sorpresa,
cada nuevo brote de mi carácter, cada reto y cada torpeza, cada
puñalada de hermosura que me asestaba día tras día el paisaje.
Quería mojar mis amores bomberos en un hombro de carne y hueso, no
en libretas sucesivas. Había por ahí buena gente, pero yo no pude o
no supe fabricar ese tipo de confianza.
Las libretas se convirtieron luego en
blog, porque a pesar de las mudanzas y los encuentros todavía
quedaban conversaciones pendientes, complicidades de clases distintas
a la de las parejas. Quedaban desnudeces aún ocultas incluso después
de bajarte las bragas. Lo tan hondo que ni yo misma sabía. Lo tan
pequeño que no se dejaba coger con palabras coloquiales. Empecé a
publicar lo que escribía porque a mi interior ya no le bastaba
conmigo. Mi intimidad se volvió descarada. Volvía a reivindicar a
los amigos invisibles. Intentaba saciar la vieja hambre. No era, o no
era sólo, una vocación creativa. Era la necesidad de compartir esa
barbaridad de saberse temporalmente vivo.
Con el tiempo he hecho un descubrimiento.
Me he dado cuenta de que aunque estar cerca es mi motivo y mi
pretexto, nunca he sido una gran amiga. En busca de intimidades sin
nombre he descuidado a veces a las personas reales. He dejado de
llamar. A la hora de fijar encuentros me han podido muchas veces la
timidez y la flojera. No he sido particularmente detallista. Le he
hablado mucho al aire y poco a orejas específicas. He regateado mi
tiempo porque tenía que escribir, tenía que moverme, tenía que
cazar conexiones especiales. Me he dosificado.
La consecuencia inevitable de saberlo es
que ahora escribo menos. No sé si alguien se había dado cuenta. En
este momento mi prioridad es actuar motivada por los íntimos que ya
tengo. Regalar buena parte de mi tiempo en modos que a lo mejor a mí
se me quedan cortos, pero que a otros pueden servirles de consuelo.
Dejar de ser yo misma amiga invisible. Abrazar cuerpos. Provocar con
suerte agujetas de risa. Ser hombro de hueso y carne