Dijeron en sus corrillos que era una doña
nadie. Una de esas inglesas, como si el gentilicio solo
bastara para acusarla. Ya no tenía edad para pavonearse en biquini
por las playas, como tantas otras extranjeras. Y encontró esa forma
particular de alarde. Los guiris empezaban a propagarse desde la
costa hacia el interior de un país que decía no ser ya el que
había sido, pero que seguía murmurando, expresándose, catequizando
y sospechando como si aún lo fuera. Venían, los ingleses, con sus
pensiones, su benévolo cambio de divisas, sus aires coloniales.
Compraban sólidas casas de campo que rápidamente perdían su pátina
de trabajo, como si en ellas el reloj marcara siempre la hora del
vermú o de la ginebra ritual entre la del té y la de la cena. Y
entre un trago y el siguiente husmeaban, se hacían los exploradores,
rastreaban nidos y cuevas, se creían que sabían más que nadie de
ese país encantadoramente rústico que habían elegido por
elemental, por fogoso y por barato. Publicaban sus presuntos
hallazgos en revistas de fuera. Olvidaban que aquí también había
universidades. Que no todo el mundo desayunaba cebollas. Que algunos
hombres doctos dedicaban su vida a la ciencia. Si la soberbia
estuviera sometida a aranceles aduaneros, tal vez alguno se lo
hubiera pensado un poco mejor antes de afincarse.
Dijeron que no era fiable. Que tenía que
haberse confundido necesariamente. Que, ávida de notoriedad, había
magnificado el descubrimiento y se había apresurado a pregonarlo
antes de contrastar el asunto con expertos locales. Llegaron a
insinuar que ella misma, emigrada un par de años antes desde
Malasia, había plantado el Psilotum en la grieta donde dijo
haberlo encontrado. Que los jardines de los extranjeros quizás se
estaban convirtiendo en focos de irradiación de especies invasoras.
La nombraron en artículos científicos como la distinguida dama
inglesa, con una cortesía tan envarada que rayaba en el desdén
y la suficiencia.
Por encima de todo, dijeron que era una
aficionada. Una diletante. Mujer. Forastera. Sin carrera profesional
ni estudios oficiales. Y ahí es donde hicieron sangre. Porque es
verdad que Betty Molesworth carecía de un título académico que
legitimara a ojos de los burócratas su experiencia de campo. Es
verdad que nunca pasó un examen y que ningún sistema ortodoxo de
estudios la marcó con su marchamo. Es verdad que nunca formó parte
de la casta universitaria. Tenía conocimientos profundos y amor,
tenía seis partes de clorofila en su sangre, pero no tenía
currículum. Y eso, a algunos que han perdido color y pelo a la luz
de un flexo, a los que han gastado miles de horas jóvenes en aulas y
bibliotecas, les cuesta aceptarlo como un bagaje tan perfectamente
idóneo y justo como cualquier otro a la hora de comprender íntimamente el mundo.
Difícilmente Betty podría haberlos
culpado. También ella, en su fuero interno, alimentaba el prejuicio
de que uno no es realmente alguien hasta que una sólida institución
con iniciales en mayúscula refrenda lo que sabe. En cierto modo,
Betty nunca consideró que tuviera derecho a enorgullecerse
públicamente de su erudición botánica. Cuando terminó
convirtiéndose en una especie de faro en el paisaje que iluminaba
para estudiantes y profesores este helecho, ese narciso, aquel risco
o aquel canuto, no pareció dispuesta a reconocer la luz que emitía.
Dudaba, reconocía una ignorancia concreta, preguntaba el nombre de
lo que desconocía a quien fuera que en ese momento la siguiese, con
la lengua a rastras y francamente pasmado de que esa anciana que lo
sabía todo se dignara a consultarle.
Betty no se daba importancia y ese era
uno de sus hábitos más arraigados. Juzgarse no del todo apta.
Disculparse prácticamente por aquello que había aprendido fuera de
las aulas. Lamentar cada oportunidad de seguir una trayectoria
corriente y de convertirse públicamente en alguien que la enfermedad
le había escamoteado. Su modestia era la de las víctimas. Su
dedicación a las plantas, un refugio. Su cuerpo frágil, el
principal pero no único culpable de lo que fue y lo que no le
dejaron ser nunca.
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