Los maldigo cien veces mentalmente, pero
antes de atreverme a verbalizarlo, doy un repaso a mi memoria. Por
eso de la legitimidad. Y no, no recuerdo que mi padre viniera nunca a
recogerme en coche al colegio o al instituto. Jamás. No tengo
imágenes siquiera de mi madre esperándome bajo un paraguas,
liberándome de la mochila, metiéndome prisa para llegar a casa,
regañándome por meterme en los charcos.
Me recuerdo en cambio andando por la
calle Victoria de Málaga, probablemente sola, probablemente con mi
hermana. Recuerdo que en mi camino pasaba por una panadería que se
llamaba La Biznaga y que a la ida siempre olía a grasas
vegetales persuasivamente venenosas, a chocolate derretido y a amor
de los malos. Recuerdo en el mugriento escaparate de una papelería
un manojo de bolígrafos Bic naranja que nunca menguaba; yo
los miraba con ese tipo de piedad displicente que se dedica a las
cosas que son un poco más que humildes y un poco menos que cutres.
Recuerdo perfectamente que mi aula estaba en un piso anejo al
colegio, un piso muy rancio, muy mohoso, muy Fortunata y Jacinta.
Tal vez al separarse de mí y encaminarse al bloque general, con
su patio de recreo y sus murales, mi hermana me mirase como yo miraba
aquellos bolis. Recuerdo, y en realidad esto no viene al caso, que el
piso era de madera y crujía y que era inevitable no creer en esa
historia de que si repetías tres veces el nombre Yolanda una fantasma se te
aparecía.
En fin, que me recuerdo yendo sola al
colegio con la certeza de los libros de Historia. Debe de ser verdad
entonces. Y recuerdo que igual que yo había otros. La calle era un
río de niños, diez minutos antes o después de que la sirena del
colegio zumbase.
Pienso esto mientras espero a que se
deshaga el coágulo de coches en doble y triple fila que colapsa la
rotonda cerca de la que vivo. Sube la marea de niños uniformados.
Sus padres los esperan sentados echándole un vistazo al móvil,
confiando en que las luces de emergencia los absuelvan. Ocupan los
carriles, las esquinas, las aceras, y hasta que no recojan a sus
retoños, yo no podré aparcar mi coche, despojarme de mi uniforme, o
girar la llave de mi puerta gritando como siempre ¡hola, casa!
Y pienso en qué puede haber pasado a lo
largo de los últimos treinta años para que las ciudades se hayan
convertido en un hábitat hostil para los niños a los que nadie
recoge. Cualquiera de las hipótesis que se me ocurren hace daño. El
miedo de los padres a que a sus hijos les pase algo. Un nivel de
sobreprotección aberrante. La aceptación de que andar es también
una de esas cosas sólo un poquito menos que cutres. El desalojo de
los centros urbanos a favor de una periferia que avanzó como la
metástasis hasta que la crisis inmobiliaria la contuvo. Un modelo
educativo que promueve el elitismo y deshace la cohesión de los
barrios. Si mamá y papá tienen coche, ¿importa algo que un crío viva
a diez kilómetros de su cole?
Pues vaya si importa. Y no sólo pasa en mi
rotonda. No sólo la circunvalación de Granada es, a las ocho de la
mañana, otro círculo del infierno de Dante. Pasa en tu ciudad igual
que en la mía, en el hemisferio sur y en el norte. El niño que va
andando solo al colegio es una especie en extinción que debería ser
protegida por tratados internacionales. Es una muestra de refinada
adaptación de un animal a su medio. Un síntoma de la habitabilidad
general de las ciudades. Es también una inversión en salud
psíquica: el niño que no necesita ser recogido entrena cada mañana
una autonomía robusta. Depende menos de sus padres. Se ve obligado a
prestar más atención a lo que le rodea. Basa su movimiento
cotidiano en la confianza. Como el colesterol bueno, desastaca las
calles.