Su rostro en blanco y negro me recuerda
esta vez a alguien. La frente panorámica, esa nariz robusta y, sobre
todo, la oreja despegada y generosa, capaz de moverse a su aire y
captar todas las conversaciones en un bar de camioneros. Después de
acabar un libro me gusta verle la cara, las manos y los modos a
aquellos escritores a los que quiero. No a los que admiro ni envidio,
que también, sino ante todo a los que quiero. A los que irradian el
calor de la piel humana. Treinta y seis grados centígrados, más o
menos.
Y ahora, después de cerrar A un dios desconocido como quien no sabe despedir a un amigo en los
umbrales, me doy cuenta de que hay algo en la cara de Steinbeck. De
repente me parece que llevo escritas en mis células esa frente y esa
oreja. Un texto y una orden que mi cuerpo terminó ignorando. Pero
ahí están, esperando una oportunidad cada vez más improbable de
que me reproduzca para copiar los rasgos de la familia de mi madre.
Miro la cara de Steinbeck y me recuerda un poco a mi tío. Sigo
mirándola y jugueteo con la idea de que podría haber sido mi
abuelo.
A mi abuelo John los niños tal vez le
pusieran nervioso, pero ahora que no me escuchan ni mis primas ni mi
hermana, a mí me habría tolerado por ser una niña callada y terca.
Me habría descubierto alguna vez mirando muy seria los remolinos de
un arroyo, o espiándolo en sus ratos de trabajo. Habría traído a
casa los libros que leí demasiado pronto, cuando no tenía edad para
comprender que no era la mala suerte lo que impedía a Ulises volver
a su casa, sino el hambre de expectativa, el vicio de estar echando
de menos siempre. Como el tío al que me recuerda, mi abuelo John se
reiría con carcajadas de tinaja al darme a chupar limones, y se le
pondría un corazón de sugus al pasarme la lección de los
cuentos y escucharme recitar la ruta del Viaje al centro de la
Tierra.
En algún momento de tristeza, mi abuelo
John decidiría hacer algo conmigo y sacarme de mi maceta. Era ese
tipo de personas que detestan los bonsais y los jilgueros domésticos.
Hubiera querido enseñarme las cosas que unos padres no se atreven o
desconocen, paralizados por el dolor del cuidado o por su propia
inexperiencia. Habría considerado que una dieta compuesta sólo de
libros no es lo bastante equilibrada para que un niño crezca
corresctamente. Me habría entrenado para adueñarme de pies y manos.
Para trepar a los árboles antes de que me creciera la conciencia,
pescar y ensuciarme de barro. Nos habrían regañado a los dos por
salir sin paraguas al campo.
Como a Charley, tal vez me hubiera
llevado de viaje, y me hubiera tratado con una misma deferencia
tierna y jocosa. Yo sería su servilleta de bar donde anotar
ocurrencias, el cuaderno en el que dejar escrito un credo. Callándose
en el momento oportuno, fundiendo su catecismo con el paisaje.
Soltando cosas que tampoco entendería yo del todo, pero que irían
colonizandome muy adentro.
Me diría: cuando seas mayor, que no te dé
miedo entregarte.
Me diría: no te creas la mitad de los cuentos.
Me diría: no te avergüences de mear agachada.
Me diría: no te
atrincheres ni te des importancia.
Me diría: si atiendes más de lo que esperas ser atendida, escribirás bien y serás buena gente.
Me advertiría del poder y de la
insignificancia de las palabras.
Me enseñaría ante todo a ser
compasiva.
Y como no me lo dijo todo eso de niña,
es por lo que ahora lo leo.
Gracias bonita. Me lo apunto.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarA mí se me ha puesto el corazón de sugus al leerte.
ResponderEliminarA ver qué me dice el abuelo John...
Este verano también he leído "El autobús perdido", y me noqueó. Qué manera tierna de comprender a sus personajes.
EliminarCómo me gusta leerte... Me quedo.
ResponderEliminarEncantada de recibirte!! Y si a cambio me recibes tú en Cai, mucho mejor.
ResponderEliminarPero claro, como si fuera tu propia casa!
Eliminar