Mi habitación de hotel daba a uno de
esos espacios perdidos que son como cicatrices de
acné en una cara de cuarenta años: huellas de una exuberancia mala,
restos de la fiebre urbanizadora que hace unos años estuvo a punto
de asolarnos el alma. He visto esas cicatrices en muchos otros
lugares: una calle sin casas, farolas que no iluminan a nadie,
conducciones y arquetas esperando patéticamente a que la vida se
quiera arrimar hasta ellas. Pero donde yo me encontraba un erial es
un apunte de selva; la hierba es un alarde y crece casi con ansia, y
lo suburbano no hace tanto daño.
Desde mi habitación veía el revés de
los paisajes que amo y un par de caballos rústicos, completamente
ajenos al jaleo de las tres de la tarde de un viernes. Hasta en el
filo de lo rural me perseguía el ruido del tráfico. Ellos iban a lo
suyo, pastando en ese sitio tan bueno como cualquiera. Se veían
medio raros en medio de aquella urbanización abortada, creando una
burbuja de silencio en torno a ellos. Era como si el mundo a su
alrededor fuera mucho más puro y más nuevo.
Veía también los montes desdibujados
por las nubes del Levante, y estaban tan planos y traslúcidos, que
parecían fotos reveladas sólo a medias. Ahí era donde cuando puedo
ando bajo los árboles, y sueño que le pongo nombre a cada piedra, y
me enamoro de cada helecho. No podía ver nada de eso desde la
terraza de mi hotel vacío de historia. No podía concebir que esos
montes que parecían recortables hayan sostenido mis pasos. Eso
también era raro: contemplar desde la distancia lugares que están
tan cerca de mí como mis pulmones.
Fotogenia del amanecer en los hoteles |
Y más raro que todo, más que la hierba
reconquistando su espacio, y que los caballos tranquilos y los montes
acartonados, era yo ahí en medio, en aquella habitación de hotel
sin encanto, a punto de entrevistarme con personas de quien no
conocía ni el rostro, en pos de las huellas de una mujer que murió
hace más de diez años. Si me lo hubieran dicho allá por octubre no
me lo hubiera creído. Yo tan timidota y tan comodona, convertida de
pronto en periodista.
Pero es que a veces el año nuevo opera
de formas extrañas, y a veces no hace ni falta hacer una lista de
propósitos para que el cambio al que aspiras maquine casi a tu
espalda. A veces una se descubre encarnando a personajes que no
imaginaba que llevara dentro, y sintiéndose en casa habitando la
piel más extraña. Como si cualquier parcela del extrarradio fuera
buena para ir pastando. Como si no echaras de menos reconocer tu
paisaje porque llevas dentro de ti su huella imborrable. Como si el
mundo se hiciera adolescente a tu paso.
No son necesarias las listas de propósitos cuando hay un propósito real, cuando como tú dices hay algún cambio al que aspirar. Y sí, esa parcela del extrarradio está presente en toda España, como lo está en todas las personas que ya llevan unos cuantos acnés encima. Somos mucho más extraradio de lo que pensamos.
ResponderEliminarEs que hay deseos que sin desear se cumplen. De verdad.
ResponderEliminarQue cierta esa sorpresa cuando descubrimos en nosotros esa parcela que no sabíamos que existiera.
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