No parecía haber nada que no estuviera
teñido de rojo. Las fachadas de las casas que había entregado el
Director con una sonrisa demasiado ancha y un apretón de manos flojo
desistieron rápidamente de quedarse blancas. Los postes del cableado
eran rojos como si quisieran llegar a eucaliptos. Las mismas hojas de
los árboles. Las calles inventadas sobre un plano eran rojas como las
arterias. El polvo que se posaba con delicadeza
perversa en los cristales recién limpios. El hueco de las cerraduras
y los lavabos. Las sábanas se teñían impúdicamente de rojo. Las
camisetas de lana de los bebés y de los hombres. El ajuar guardado
en baúles antes de que la novia cambiara de casa. Los gatos y los
gorriones. El agua tan pura de la Sierra se coloreaba de rojo en los
vasos. Las fichas de dominó y los naipes, las cartillas de caligrafía
y la biblia del cura, la mascarilla del practicante. En la casa del
ingeniero un poso rojo manchaba la porcelana de un modo que causaba bochorno.
Dientes y ojos parecían moldeados en
arcilla si su dueño se paraba en la sombra. El fondo de la nariz se
volvía rojo. El moco y el sudor, las lágrimas corriendo como una
rambla del desierto por las mejillas. La vida que allí se vivía era
roja, y ese era el color del polvo y del hierro, no el de las
pasiones.
En invierno uno casi creía que el viento
rojo iba a calentarle los huesos. Los niños amaban enero, pese a los
sabañones y la pelusa áspera de la bufanda. Cuando nevaba no ponían
peros para salir a la escuela corriendo: todavía quedaban retales de
blanco que las botas de los mineros no habían ensuciado. Mucho más
temprano, sus padres atravesaban el umbral de la casa estremecidos
por la pureza. Por un instante el mundo dejaba de ser del color de
las vísceras, y ellos se iban silbando al tajo como si la
posibilidad de una vida algo menos cruenta los estuviese esperando. Era una especie de primavera a destiempo. Todo se veía
intacto y tranquilo, antes de que despertaran los taladros, los
cartuchos de dinamita y las vagonetas. Pero la nieve no tenía otra
vocación que la de ensuciarse. A media mañana parecía como si un tísico hubiera inundado las calles de escupitajos.
El verano era un país marciano. Los días
demasiado largos, un polvo que abrasaba la garganta, la atmósfera
irrespirable. El sol quemaba doblemente y los sobacos criaban barro.
El médico calculaba los meses que le quedaban aún
antes de poder abrir consulta en otro sitio con lo ahorrado. El perito recordaba una y otra vez a su esposa lo
generoso que era su sueldo.
¿Y qué podían pensar los mineros?
Algunos habían nacido y crecido allí, y para ellos las cosas no
se teñían con el polvo férrico. No se volvían rojas como una
forma de condena, como si en un mundo ideal pudieran ser de otra
forma. En el poblado había una escuela, un economato y un casino,
una iglesia y un centro médico. La novia, las entrañas de la tierra
donde se dejaban los días, el cementerio. Rojo era como habían
conocido el mundo y en rojo es como siempre vivieron.
Me hubiera gustado capturar yo misma el rojo, pero esta buena gente me ha echado un cablecito. |
Algo parecido contemplé yo en Huelva, y es una sensación muy extraña: parece, efectivamente, que estás en otro mundo. Sí, Marte es el ejemplo más socorrido. Imagino además que esa gente tendrá problemas respiratorios, por ejemplo, y que los sueldos ya pueden ser lo suficientemente buenos como para no salir corriendo ahí. Da miedo. Y lo has descrito con esa carga ominosa que lleva, a juego con la imagen.
ResponderEliminarPero Riotinto no es siquiera ominoso: es tan salvaje, tan diferente, tan fotogénico, que la vida humana en ese ambiente resulta indescifrable.
EliminarQué bonito paseo me acabo de dar por esos paisajes y por esa época que se cuela calladita entre las lineas. ¡Genial tu forma de describirlo Sila!
ResponderEliminarBesazos!
¿Te puedes creer que sólo lleva poco menos de veinte años deshabitado?
Eliminar¡Debe ser dura la vida de un minero!. Lastimita de criaturas.
ResponderEliminarA saber cuántos clavos de tu casa salieron del trabajo de esas espaldas.
EliminarBueno, tampoco es tan dura. Cobramos mucho y nos jubilamos pronto.
ResponderEliminarSi los pulmones no se te vuelven gachas, no te cae la mother earth encima, no te abre la cabeza un agente de la autoridad de porra caliente en alguna que otra revueltilla...
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