Lo suyo sería empezar con unas cuantas
generalidades sobre el coqueto mundo ferroviario, pero, amiguitos,
los andenes ya tiemblan. Un tren que parecía novelesco como
El Dorado está a punto de materializarse. 23:37, hora portuguesa. No
queda tiempo para teorizar.
Hace una vida que el jefe de estación se
encerró en su garita con una caja de pizza. ¿Jefe? Dejémoslo en
operario. Este muchacho que sale ahora, bostezando y remetiéndose la
camisa, se reventaba granos en alguna aldea alentejana hace sólo un
par de años. ¿Desde cuándo tiene este trabajo? Una
alarma sonora proferida por un millón de tyranocigarras
parte en dos la noche en esta estación alejada de todas partes.
Llevo aquí tres horas y media, y durante la primera me tentó
seriamente la idea de arrojarme a las vías. Resistí, y ahora me he vuelto más fuerte. Soy una tía dura. National Geographic (NG) debería
dedicarme un reportaje. Pero este pobre chico no parece que vaya a
jubilarse viejo. Sus nervios deben de tener todo el aspecto de un potito. Y el
tren que llega no va a detenerse más de dos minutos. Noche cerrada,
caras de sueño, alarmas apocalípticas. Una urgencia que desbarata.
Y ahí lo tenemos, vomitado por la noche,
raro como un pez de la fosa de las Marianas. No me afecta la prisa: si no suelto esa morcilla lírica me pongo mala. El tren es bajo de altura, como
si las vías se hubieran hundido agobiadas por el peso de su
importancia. Va a Madrid, va a París, cuidadito, y tiene un nombre
redicho, Lusitania. Me inquieta la posibilidad no tan remota
de equivocarme de vagón y amanecer en Hendaya. Dentro de mi cráneo
aguerrido viven criaturas que a la mínima dudan. Pero no tengo por
qué preocuparme. Por mucho que me sabotee a mí misma, soy un ser
humano solvente.
Minuto y medio después, en la panza del
Lusitania. El tren resuella como un runner incapaz de
obedecer los semáforos. Estoy en el vagón correcto, y desde ya sé lo
que va a pasarme: el pasillo es estrecho como la reina Victoria, y la
bestia de la hipocondria está a punto de dar un zarpazo. Se está haciendo omnívora: cáncer, y ébola, ELA y yihadistas. Estoy embutida
en una masa indistinta de acero y carne humana, y la cosa pinta muy
gore. Jose no ayuda: me está mirando como un corderito en un 23 de
diciembre, porque nuestro viaje en común se interrumpe justo ahora.
Segragación sexual en pleno siglo XXI: caca, basura. ¿Hay uniformes
nazis ahí afuera? ¿Somos personas, o somos bestias?
Cambiemos un cuento del Holocausto por
otro de Poe. Mi cabina está cerrada con pestillo. Un viajero tras
otro me aplasta contra la puerta, mientras yointento manipularla. Consigo abrir una rendija, pero por dentro hay un cierre de gancho. De pronto unos dedos de mujer rozan los míos. Forcejeamos: un pulso de metal y uñas largas.
Empiezo a considerar la opción de dormir en el suelo del
vagón-restaurante. Entonces la puerta se abre. Vaya, no me reciben
criaturas viscosas y pálidas. Sólo la oscuridad. Tiniebla de serie
Z. La puerta se cierra de golpe. Es lo bueno de la literatura de
subgénero: que siempre sabes lo que va a pasar.
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Me zamparé tus carnes jugosas y sólo dejaré los huesitoooos. |
Pero llevo mi móvil encima. Soy la
McGyver del Lusitania, la Indiana Jones. La pantalla ilumina
brevemente cuatro literas, un pasillo, un millón de maletas. Soy
Howard Carter en la tumba de Tutankamón. De nuevo tinieblas.
¿El interruptor de luz? Estás en un lugar arqueológico, zopenca. Y tinieblas. Sólo las dos literas superiores están vacías. Tiniebla.
No hay escalerilla. Tiniebla. Tendré que dejar la mochila en el centro mismo de la cabina. Tiniebla. Agarro la bolsa de plástico
donde he metido mis más valiosas pertenencias: un short para no
plantar el muslamen en sabe dios qué sábana sarnosa, kit dental,
tapones para los oídos, crema hidratante de las caras, antifaz.
Tiniebla. Si pongo un pie aquí, y una mano allá, y luego,
alehop...tiniebla. ¡Bravo! No he pisado ningún cuerpo. Me quito las zapatillas, me quito las gafas, me
contorsiono para sacarme los vaqueros, y ahora ¿dónde dejo todo esto,
adónde habrá ido a parar el móvil de la salvación?. Lo rescato.
Hay un altillo encima de donde se supone que tiene que ir mi cabeza.
Tiniebla. Espero que el tren tenga frenos ABS. Tiniebla. Tiniebla.
Tiniebla. Propósito número uno para cuando llegue a Granada:
escribirle una carta al presidente de Renfe Adif Renfe. Solicitarle
educamente que a) revise la política de apartheid sexual en los
tren-hoteles; b) se haga cargo del agravio sufrido por los
viajeros que suben a los mismos en puntos intermedios del trayecto;
c) considere seriamente la posibilidad de remodelar por completo
el diseño de los convoyes, porque en caso de accidente, sólo será posible separar metal y carne picada mediante imanes.
Tiniebla. Si me pongo del lado izquierdo me dan ganas de vomitar.
¡Luz de quirófano! La Primera Ley
Universal del Regomello dice: pasarás mil penalidades antes que
molestar a tu prójimo. La Segunda: el número de penalidades
sufridas es inversamente proporcional al tiempo que el prójimo
empleará en molestarte. Cuando estoy a punto de quedarme frita, uno de los inquietantes bultos que ocupaban las literas
inferiores se transforma en persona y pulsa un interruptor secreto
que yo no había tenido oportunidad de descubrir. ¿Lo ve, Sr.
Presidente?: la gente que subió al tren en Lisboa conoce mejor su
medio y tiene más probabilidades sobrevivir. A la altura de Ciudad
Rodrigo regresa la tiniebla querida. A la de Medina del Campo, me
duermo. Traducción simultánea: caigo en algo a medio camino entre
la vigilia paranoide y el coma suave: dormir en una cama que traquetea,
tiembla, pega botes y se mueve en cizalla es tan natural como
enjabonarse con un trozo de tocino o lavarse los dientes con gasóil.
Cuando el tren se posa en Chamartín, como
si no hubiera roto una vértebra cervical en su vida, soy una walking
dead de aliento fresco y cara suave que ha ganado dos certezas:
una, que el regomello es un arcaísmo propio de especies inadaptadas.
Y dos, que añorar la Aventura es memez en rama, porque los momentos
NG pueden seguirte hasta el sillón más cómodo de tu casa.