Esta mañana me he caído en el río.
¿Mucho, Silvia? Bastante. He debido de puntuar un seis en la escala de
revuelcos fluviales.
(Donde el 1 es un ay, me he mojado la
puntita de la bota al saltar de piedra en piedra, pero si me callo
aquí no se entera ni el Tato. El 10, algo parecido a la muerte
de Virginia Woolf. El 6 viene a ser un bautismo evangélico a la
inversa, en el que el sujeto digno de compasión aterriza no de
espaldas, sino decúbito prono. Si no tiene su día, se rompe al
menos una paleta. Si Poseidón, que es el dios de las aguas saladas,
pero también de las dulces, estaba en ese momento trajinándose a
una ninfa, el desdichado, el muy torpe, puede darse con un canto en
los dientes – intactos – si la broma se salda con un ibuprofeno y
una tarde con permiso para abusar del de al lado)
Bendita alegría, Poseidón, bendita
alegría.
Al principio la rodilla me duele lo
justo. He superado el modesto talud de la orilla sin que de mí tenga que tirar nadie. Llevo las gafas puestas; no he perdido las llaves. En lo
físico, lo material y lo anímico estoy más o menos entera. Por
supuesto que me he acordado de ese vídeo casero de hace treinta
años, en el que se ve y se oye bien clarito cómo el dominguero de
mi padre me regaña mientras cruzamos un arroyito en un pinar de San
Roque, y cómo mi torpeza parece exasperarle; cómo sus advertencias
sólo sirven para llevar mis pezuñitas directamente al meollo del
barro. Pero, vamos, no creo que necesite ni media ración de
psicoanálisis.
Lo único que me preocupa es que los
papeles que tenía que rellenar con observaciones sobre el hábitat
se han empapado. He venido a hacer este trabajo, y mi trabajo se ha
convertido en... papel mojado. Y no sólo eso. Mis pies hacen chof
chof dentro de unas botas de vadear demasiado grandes, como niños
saharauis tras una tormenta. El uniforme está pidiendo a gritos un
centrifugado. Los calcetines también, y las bragas. La ropa mojada
es un insulto a la condición humana. ¿De qué sirve este pelaje que
apenas logra aislar la humedad interna?
Mis buenos compañeros se han quedado en
el río, ocultos tras el talud y los sauces. Ellos no me ven a mí;
yo sólo puedo oírlos: el ruido intruso del motor que usamos en la
pesca eléctrica, sus voces indistintas, a veces una risa que
justifica por sí misma este día. Podría decirse que estoy sola,
tras las bambalinas del bosque, desvalida como un guacharillo.
Podría, pero no seré yo quien lo diga. En apenas un cuarto de hora
la humedad dejará de ser ese problema humillante.
Me desabrocho las botas subidas hasta la
ingle; me las saco haciendo equilibrios; de cada una desalojo medio
litro de río. Esa era la prioridad número uno. Siguiente tarea.
¿Qué puede hacer una cuando el uniforme se ha convertido en una
segunda piel viscosa, como la de una trucha? Jose siempre me dice que
en días como este no me olvide de echar una muda de recambio. Nunca le hago caso. Menos mal que él es un hombre porfiado: estoy
segura de que dentro de su mochila habrá un par de calcetines secos,
y hasta unos calzoncillos. Así que voy descalza hasta el coche. Mis
pies empapados se ensucian de barro y hojarasca, y yo los miro
asombrada, como una virgen que está dejando de serlo. Hurra por la
tenacidad: aquí está ese par de calcetines secos, mi Santo Grial.
Ya puedo seguir saqueando. Cuando ayer cargamos la camioneta con todo
el material necesario, incluimos un vadeador más de la cuenta (Esto es un vadeador, amiguitos). Y bendita sea mi suerte, no era el mío,
pero tampoco es de talla XL. Ande yo como un pato bien seco, y ríase
la gente.
Ya estoy en paños menores. Ponerme unos
calzoncillos me parece un abuso, así que me seco las bragas con unas
hojas que he arrancado de mi libreta. Me introduzco en el botín
textil recién rapiñado. Ahora toca sacar el coche de la sombra. Las botas me
están tan grandes que no atino a pisar bien los pedales, y el motor
se me cala. Desmañada como un astronauta me hallo. Al tercer intento
consigo dejar mi solarium preparado. Dejo abiertas las puertas del
coche con las ventanillas bajadas: de una cuelgo el polo del
uniforme; de la otra, los pantalones. Cada folio empapado de mi
carpeta se va arrugando sobre el capó por separado. Qué bonita
colada de papiros estoy preparando. Mis propios Calcetines de la
Vergüenza cuelgan del techo: dos farolillos de feria.
Los calcetines siempre tardan más en secarse. Los farolillos sobreviven a la feria. |
Y al rato estoy lista para seguir
trabajando. Mis papeles tienen historia. Mi rodilla ya renquea. En la escala del dolor de rodilla me apunto esta vez un
cinco, que significa: ojalá tuviera un pene para mear sin tener
que agacharme. Pero el río lleva un rato esperándome. Voy
cojeando hasta la orilla, y antes de bajar el talud, contemplo mi
ropa tendida y sonrío. He sentido algo muy cálido al desplegar mi
diligencia precaria. Caer, mojarme. Salir, secarme. Esto no es ser
torpe, papá. Esto es acatar la ley del río. Esto es no rehuir su
intimidad. Hoy he estado muy cerca de un gran corazón fluido.
Es que me encantas tanto que me han dado ganas de salir corriendo con una toalla (y unas bragas secas) en mano!
ResponderEliminarEres increíblemente adorable.
Cien caritas de guasap mandando besos de amor.
EliminarPobre hija mía. Que dolor!.
ResponderEliminarSolo me consuela mirar el calendario: estamos en Agosto.
Bendito Jose, que además de porfiado, es un hombre previsor.
ResponderEliminarY yambién más viejo que yo. Sobre todo en ese tipo de trabajos.
EliminarPor cierto, el agua estaba a 12,3 ºC. Me dio tiempo a tomar su temperatura antes del suceso. La ropa mojada con eso, y a la sombra de los fresnos, convierte agosto en marzo. Por lo menos.