domingo, 10 de agosto de 2014

No echar de menos ningún otro sitio

 
Este es otro río, y este, otro de esos momentos en los que te congratulas de haber nacido. No pasa nada absolutamente, pero quién echa de menos una trama. Este es uno de esos días que nos guardaremos para el invierno, cuando tan necesitados estemos de aire amable y espacios sin techo.

Una avispa inspecciona el menú que mis pies ofrecen. Lo primero que hice cuando dimos por buena esta sombra fue quitarme las botas y los calcetines sudados. Hemos andado sólo una hora, y por un camino bastante llano, porque mi rodilla no está para mambo. Pero quién se resiste a jugar a los montañeros curtidos; quién no se remoja los pies en esta corriente de hielo líquido. No le he cogido miedo ni rencor a ese tipo de piedras que sólo son firmes a la vista. Así que he buscado un hueco en el lecho para meterme hasta las corvas. El agua tan fría debe de tener el efecto que le supongo a una raya de coca: un latigazo en todo el cuerpo, unas ganas simultáneas de huir y quedarse, un ataque de euforia. Sólo que no hay manera de quedarse sin que la parálisis te pueda. Yo no le he aguantado el tipo más de un minuto al río. Con las piernas puestas a la plancha de una piedra brillante, con el libro en el regazo, espero a que mi sangre vuelva a coger temperatura de mamífero.

Razón por la cual siempre se me olvida jugar al Euromillones


Debe de creerse que tus uñas son flores, dice Jose a propósito de la avispa. Yo le echo un vistazo tranquilo: tengo ese superpoder de no entrar en pánico ante la visión de los bichos, por más que su picadura genere en mi cuerpo algo así como la revolución rusa. Miro cómo husmea en torno a los cuadraditos turquesa que rematan mis dedos, y esa deducción de Jose me parece de pronto increíblemente obvia e increíblemente hermosa: me honra que los ojos tan especializados de la avispa me acepten como nicho ecológico.

Pero no parece que me considere demasiado suculenta. La avispa se aleja ofendida, y yo puedo volver a mi libro. El Viaje a Rusia de Steinbeck es un libro hecho para la orilla: tiene ese mismo desenfado, ese descuido elegante de la vida que transcurre bajo la sombra de un río. La ropa se llena de tierra y pajitos. El runrún continuo del agua arrastra el barullo de tu mente. La inteligencia se despeja para levantar un salón de té con los dos tocones, las tres piedras medio planas, el techo lleno de guiños que ofrece la naturaleza. Este libro no es esa llamarada de espacio y de hierba que era Viajes con Charley, pero sí adelanta gran parte de su encanto macizo y sin artificio. El río no deja de pasar ni un instante. Yo no puedo dejar de leer ni de pasear, magia de la lectura mediante, por la orilla del mar Negro.

Bueno, un instante sí paro. Lo suficiente para darme cuenta de cuánta plenitud, qué pocos recovecos, guarda este momento. Levanto la mirada de la página y me topo con una ladera apretada de árboles. Todos elásticos como corresponde a un hábitat tan inestable, todos luminosos y cimbreantes. El agua pasa sin pausa, como el río de la literatura, el aire por nuestros pulmones, la circulación en nuestras arterias, las generaciones que han desembocado en nosotros, el tiempo. Jose me rodea con un brazo para hacerme hueco en la piedra que usa de respaldo. Leemos a la orilla de un río, y el resto del mundo sólo es una entre tantas conjeturas posibles. O precisamente lo contrario: aquí, en este instante a la vez suspendido y escurridizo, el mundo acaba y comienza.

2 comentarios:

  1. Tu sí que sabes disfrutar de lo bueno que nos rodea.
    Un beso.

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  2. Anónimo entre comillas13 agosto, 2014 22:32

    Y con cuánta frecuencia, esos momentos de plenitud nos pillan cerca de un río o en un camino perdido o descansando en la falda de un monte.

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