No es echar la siesta. Yo creo que pasados los treinta, y aunque
toooda mi familia me contradiga, no hay tiempo ya
para dormirse cuando al día le quedan horas de luz. Sólo es un
instante de capitulación. El libro sigue muy cerca de mí en la
almohada, adormilado como un amante. Hace un momento estábamos todavía el uno dentro del otro. Ahora toca refugiarse en algo
que, como siempre después del amor, no es compañía, pero tampoco
la soledad.
Tengo imágenes en la mente que no sé si
he leído, vivido o imaginado. Bendición del letargo. He hecho
entrega de mi voluntad de control. Oigo pájaros amortiguados, como
si el aire fuera agua y mi habitación, una bañera. Noto tras los
párpados cerrados un sol que, entre tanta borrasca, parece recién
estrenado. Pero dentro todo se funde. Se expande lento como miel
derramada. Un chute de anestesia al núcleo de mi personalidad. Casi
dejo de estar en este o en cualquier otro sitio, y lo mejor es que me
doy perfecta cuenta de ello. Adiós, adiós, hasta luego.
Entonces, en el naufragio, un pedacito de
memoria se prende desesperadamente a mi conciencia. Cualquier cosa
vale, sobre todo si no viene a cuento. Una clase de química en el
instituto; la pila de folios usados en el escritorio de la oficina;
toda la porquería de apuntes y bolsos sucios y abrigos que nunca
volveré a ponerme y que acumulo en el armario de la casa paterna: un
museo arqueológico pasado de moda, un contenedor de derribo.
Cualquier alusión a mi historia basta para que el gustillo erótico
del sopor se transforme en otra cosa.
Y es que veo esos rastros de lo que he
sido o estoy siendo, y de repente me cuesta demasiado
establecer vínculos con ello. ¿Qué tienen que ver con la persona
que está tumbada sobre el edredón y que apenas recuerda su edad y
su nombre? ¿A quién pertenece esa carga monumental de recuerdos? Es
como si la cadena evolutiva que me ha conducido hasta esta cama se
hubiera desintegrado radicalmente. Como si hubiera nacido ahora mismo
y con plena consciencia. Extraño. No sé si desolador o
reconfortante.
Y no es sólo eso, no ocurre sólo con el
pasado. Hay más polizones: propósitos y deseo, y también dudas y
coordenadas que no terminan de estar claras. Escribir, qué demonios
es ese anhelo. Querer conocer la textura de la vida ajena, ¿de dónde
ha salido esa avidez? ¿Quién ha encapsulado todo eso y lo ha colado
de contrabando en mi mente?
Pasa también con los personajes que
impulsan mi trama, los que me dan réplica en una historia que ahora
mismo aún tengo que aprender a reconocer como mía. Gente con la
que, al parecer, paso tantas horas que deberían figurar en la foto
de mi DNI. Gente que, fíjate, por fortuna o capricho, quiero en mi
vida. Gente cuyas mitocondrias se parecen sospechosamente a las mías.
En esta hora en que las cañerías de la duermevela están todavía
por desatascar, todos ellos podrían haber sido inventados.
Bajo una manta azul que tiene también
tanta historia y ADN míos, eso es precisamente lo que me inquieta: que las
imágenes, y las emociones y las personas sean sólo un producto
mental. Por eso tengo que aferrarme a los pájaros, a las agujetas en
mi culo y mis hombros, a la blandura del edredón bajo mi costado,
para recuperar el contacto con lo real. Si presto una atención
aguda, todo lo demás podrá salir de su hechizo. Volverá a
pertenecerme y a liberarse de mí al mismo tiempo.
(¿Que a qué viene el nombre de esta etiqueta?
Es un hecho probado que en fin de semana la blogosfera es el desierto de los tártaros, y por eso, habrá sábados en los que me daré permiso para desbarrar)
Hablando de ese armario, hija mía, cuando le vas a dedicar un ratico?.
ResponderEliminarTe saco la lengua cuando no me ves.
EliminarLos fines de semana son el momento idóneo para el desvarío porque, como no hay nadie, las entradas pasan desapercibidas (casi siempre).
ResponderEliminarBesitititos.