A veces la memoria se parece a uno de
esos juguetes de feria en los que tienes que enganchar el
premio tú mismo: te pasas un buen rato intentando agarrar el Buzz Lightyear
tan molón, para que tu novia recuerde siempre lo bien que lo
pasasteis viendo Toy Story, pero por mucha maña que emplees en los mandos, siempre terminas sacando alguna chorrada, una caja con
un tanga de encaje, tres mecheros fluorescentes, una navajita
multiuso que nunca se usará para nada.
A veces la memoria es un mar cuajado de
plástico que te arroja recuerdos que no vienen a cuento.
Hoy es una de esas tantas veces. La hora
de la siesta me pilla leyendo horrorizada listas de ingredientes de
embutido. De pronto, los pasillos atestados de una variedad
pornográfica de productos, las luces de quirófano, la soberbia del
carrito lleno, se difuminan. Ya no estoy en esta cueva de Alí Babá
de la comida, no estoy en Granada, no tengo un techo de chapa encima.
Ya no estoy apenas en este siglo. Estoy en Sintra.
En un rincón que desobedece la fotogenia
habitual de Sintra; que no está junto a palacios donde vagan
fantasmas de reyes; ni junto a quintas que huelen a diplomáticos
olvidados y a perfume rancio de violetas; ni siquiera bajo una
alucinación del trópico a dos pasos de la misma nariz de la
Península. Es un meandro estrangulado de la historia pomposa y el
turismo. Una plaza minúscula escondida entre tapias. Un aire de
cementerio de pueblo. Cal. Árboles retacos. Probablemente, el
pavimento de mosaico que a veces recuerda a una versión urbana del
cubo de Rubik y otras, a una playa de guijarros. Mi prima y yo
estamos sentadas en un poyete adosado a una de aquellas tapias
blancas. O a lo mejor no es mi prima, sino JM. A lo mejor he estado
allí dos veces, o a lo mejor he soñado alguna. Vestimos esa
indumentaria imposible de las noches de verano húmedas. Sudadera
sobre vestido, los pies todavía sucios de arena congelándose en
las chanclas. A esa hora la cháchara se ha interrumpido, a fuerza de
cansancio o de calma, o de algo que se parece al vacío, y que no
debe de ser más que una conformidad extrema. Hemos abandonado Lisboa
después de una noche en la que la cama del hotel no fue hollada.
Hemos catado el Atlántico furioso y brochetas gigantes de rape.
Hemos pasado la mano por fachadas con colores de lencería fina. Y
ahora, en el poyete, hemos extendido nuestras viandas: unas ciruelas,
unos quesitos de cabra, pasteles que parecen cubiletes del parchís,
tarrinas de requesón y dulce de calabaza.
Y mientras masticamos y bostezamos y nos
sacamos arena de las orejas, un grupito de viejas empieza a salir de
una casita vecina que sólo entonces identificamos como una iglesia.
Susurran tan en silencio que casi practican la telepatía,
sonríen todas y cada una de ellas. Debemos de habernos sentado en el poyete de la casa
del cura. Nos arrugamos un poco, nos encogemos dentro de la sudadera. Nuestro aspecto piojoso nos
avergüenza. Creemos que de un momento a otro vendrá alguien a
echarnos. Pero las mujeres flacas y vestidas de marrón van
desfilando por nuestra vera, camino del arco que da salida a la
plaza. Nos miran, sí, pero no con censura, sino como si
fuéramos nosotras las santas. Como si ellas, en lugar de nosotras, fueran las
que estuvieran contemplando algo perdido en el tiempo y modesto. Algo
bendecido.
Entonces regreso al Alcampo, y ya no sé
qué hacer con mi trocito de recuerdo para sacármelo de la garganta.
Me aprieta ahí, me pone al borde de las lágrimas. Me devuelve
momentos que, al vivirlos, jamás pensé que llegarían a ser
salvados. Recupera para mí esa sensación anormal de ser contemplada
con una compasión pura. Y me dice que tal vez, dentro de unos años
y sin venir a cuento, vengan a mi memoria estampas de ahora que
también me harán temblar un poquito. Estudiantes de dibujo echados
sobre sus grandes libretas. Una monumental columna de humo engordando
desde algún lugar de la Vega, dorada por el sol que se pone. El reflejo
en el cristal del gimnasio de un puñado de personas en posición del
loto, estirando la espalda como si con ello fueran a conseguir
convertirse en mejores personas. Estampas diminutas que sabré
admirar con los ojos de las viejas de Sintra. Como si estuvieran
benditas.