Sigo andando. Tomando la medida con las
piernas a ríos y montañas. Como una bulímica del movimiento: no
puedo parar. Sólo que después del atracón nunca me arrepiento.
Admito estar poniéndome pesada, y ya es la segunda vez que lo hago
en lo que va de semana. Pero esto es lo que hay, y esto es lo que
soy, y al menos a mí me vale. Me seduce la idea de identificarme
por completo con una actividad. Porque es cierto que todavía me
cuesta decirme escritora sin escuchar en mi cabeza una voz que me
tacha de farsante.
En cambio soy perfectamente capaz de
abordar el propósito de llegar a convertirme en una persona que
camina como un virtuoso. Voy subiendo un repecho, o bajando una
pendiente tan empinada como una escalera de mano, y apenas si quedan
huecos entre yo y el paisaje que puedan ser invadidos por otro tipo
de intención. Estoy donde estoy, y poco más. Vale, es posible que
haya momentos breves durante la marcha en los que mi firme intención
de habitar el presente se disipe. Entonces me lanzo al vacío de
proyectos vagos, me distraigo, emprendo viajes astrales hacia otras
hipótesis de lo que podría ser mi vida. Se me doblan las rodillas
de deseo: por unos instantes deseo estar aquí, allí o allá. En
otro instante preocupantemente largo mi imaginación se entrega a
ciertos abrazos. Debe de ser que reboso energía física. Pero en
general, voy avanzando, y a veces me asalta la impresión de formar
parte de una de esas fotografías en las que la modelo es pintada y
vestida de manera que no se distinga del fondo. Mis pisadas suenan
sobre la hojarasca, no tan silenciosas como quisiera, pero al menos
completamente verificables. Es más de lo que se puede decir de la
mayoría de avances.
Recorro algunas de las veredas más
bellas de Andalucía, y compruebo que las articulaciones y los
músculos también guardan memoria. Todavía se acuerdan con nitidez
de los pasos que en el último mes han dado por aquí, o a lo ancho
de Ordesa, o por las montañas de Loja. Tan distintas unas de otras.
En estas alturas suaves donde puedo decir sin empacho que comenzó mi
maduración, los caminos son amarillos como en Oz, y no es raro
acabar el día con la cara encendida. Como si el poco sol que
consigue atravesar la cúpula imperial del ramaje se concentrase en
el suelo y una lo fuera pisando como a un avispero. Por aquí y por
allá se ven bloques dispersos de arenisca, fantasmagóricos entre
los árboles, tapizados como ellos de musgo. Parecen inanimados sólo
por una reciente casualidad, restos de alguna ciudad engullida por el
verde, gigantes que parecen dormir, pero quién sabe.
Ordesa... Me acuerdo de una tarde en
Torla, al final de una jornada de borrachera caminante. Llevábamos
en el cuerpo no sé qué salvajada de kilómetros, y antes siquiera
de llegar al hotel para desprendernos de la capa de mugre, cosa que
necesitaba tanto como un refugiado, nos sentamos en la terraza de un
bar. Era un premio beber por fin algo que no fuera transparente ni
insípido, derrumbarme en una silla antes de seguir trajinando con la
bolsa de aseo y la ropa sucia. Desde nuestra mesa más o menos
asentada sobre el césped había vistas de las montañas que
acabábamos de surcar. Y me costó encontrar un correlato entre los
pies que se movían como dedos de pianista dentro de mis botas, y
aquellas moles casi incorpóreas. Las contemplaba anonadada, y sólo
por conveniencia mi mente las creía de piedra. Tan regias, tan
imposibles. Puse los pies en la silla opuesta y me figuré que habían
estado pisando algún escondido reino psíquico.
Si esto es una montaña. No es Torla, sino Bielsa, pero es una mentirijilla similar. |
La Sierra Gorda de Loja es prácticamente
lo contrario. De mis bosques, de aquellas montañas del alma. Es pura
y agresiva materialidad, una especie de escombrera de cráneos, un
pedregal sin sombra donde cuesta plantar un pie sin riesgo de
esguince. Hay que ir haciendo operaciones trigonométricas continuas
para encadenar paso tras paso. Y fue aquí, hace unos diez días,
cuando me di cuenta de cuánto ha cambiado mi manera de andar, y
todavía más, de desenvolverme por la vida. Porque yo antes andaba
como si se me fuera a caer, ups, el chocho al suelo. Tanto en el
monte como en la calle. Daba pasos cortos y tartamudos, pegando muslo
contra muslo para no revelar ni perder por el camino algo demasiado
íntimo. Vacilaba un poco antes de alcanzar la siguiente posición.
Me asustaba caerme y por tanto me caía.
Ahora he trasladado el mando de
operaciones de la mente a mis pies, y gracias a eso voy avanzando.
Ellos solos saben dónde ponerse, qué orientación tomar, cómo
pedir impulso a la pierna entera, cómo leer cada obstáculo. Pongo
un pie aquí, y el siguiente un poco más adelante, sin que lleguen a
juntarse. Progreso, caiga de mí lo que caiga al suelo. Practico la
resistencia y la liviandad. Así que en días como hoy siento que son
estas trochas apenas visibles entre la hojarasca de los alcornocales,
y las escaleras hacia el cielo del norte, y aquellos eriales lunares
de piedra los que me están tallando. Cómo no escribir sobre ello.
Cuando he leído lo del virtuosismo al caminar, he recordado que de pequeña casi te enredabas en tus propias piernas al hacerlo. Más abajo lo explica tú.
ResponderEliminarA esa edad el problema era más bien que tenía mucha cabeza.
EliminarMenudos avances: perder el miedo a caerse y dejar de caerse, aprender a contarlo (¡y de qué manera!) ¿o eso no tuviste que aprenderlo?
ResponderEliminarQué va, mujer,esto, Anónimo sin género, en lo de contar estoy todavía aprendiendo.
Eliminar