Hice referencia en el post anterior al
mundo de las cosas tangibles, y de manera tal vez demasiado tajante
lo divorcié del territorio que la escritura ocupa en mi vida. Ahora
esa división me recuerda al tipo de pensamientos deterministas que
uno formula cuando tiene las ideas menos asentadas de lo que quiere
exhibir. Estoy de nuevo en Granada, y la pantalla de mi portátil por
fin cargado se recorta contra un fondo de cipreses, de nubes con
forma de sierra o sierras con aspecto de nube, de los pétalos
multicolores de mi colcha de verano. Tecleo en una postura que un día
de estos tendré que patentar para que no me la robe ningún monitor
de yoga iluminado. Contra-culocarpet-asana: codos clavados en
la cama y rodillas a punto de enraizar en la espuma claramente
insuficiente de un cojín. Me duelen el cuello y los párpados
adictos a la siesta y las ganas de tirarme en la cama para calibrar,
con precisión de entomólogo, si esta brisa que entra por el balcón
suma más o menos años de vida que la de la última punta de
la Costa del Sol. Un melón espera en la cocina a que lo convierta en
sopa fría, como un preso que se va haciendo viejo en el corredor de
la muerte. Quiero escribir, pero hoy no tengo una confianza
sobrenatural en que mi cerebro destile algo digno. Pocas cosas son
más tangibles para mí.
Y tangible como los volcanes que una
horda de desalmados mosquitos me ha sembrado en la piel es la
sensación recurrente de que el material de la vida adelgaza
demasiado rápido. Mis vacaciones ya son historia, apenas cinco horas
después de salir de la casa de mi padre. Y todo lo que era concreto,
jugoso e inmediato, todo lo que secuestraba mi atención, todo lo que
estaba en su sitio, empieza a marchitarse. Todos esos detalles que
dan verosimilitud a la peripecia de un personaje, y que los malos
novelistas, digo, los malos escritores, se olvidan siempre de consignar. Ya sé que no es muy
sensato lamentarse por instantes que inevitablemente se van
sustituyendo unos a otros y difuminando, ni mucho menos apegarse a
ellos tanto como para querer embalsamarlos. Pero si resolviéramos
definitivamente esa cuestión, la escritura dejaría de tener
sentido. Así que aquí están, algunas de las cosas tangibles que
hasta hace poco, muy, muy poco, eran lo bastante robustas como para
desbaratar cualquier vocación.
La playa, claro. El agua perturbando la
vista igual que un holograma. Los raíles oleosos que va dejando un
barquito pesquero que siempre me hace de anfitrión. Hundirme hasta
los tobillos en un tramo de orilla no demasiado firme. Echarme el
sombrero de paja en la cara e imaginar que contemplo el cielo a
través del techo de una barraca en el oasis. Las parejas, oh, sí,
todo ese catálogo de parejas. El moreno y la morena despampanantes,
frutos soberbios del verano, pidiéndose casi permiso con los ojos
para acariciarse los antebrazos, presos todavía de la timidez que
sigue al primer revolcón salvaje. O Gertrude y Rufus, pongamos, dos
guiris septuagenarios que, día tras día, y después de discutir
acaloradamente sobre el ángulo de colocación de la sombrilla,
acaban siempre jugando a las cartas, tan civilizados. El hambre de
las doce y cuarto de la mañana, exactamente. Apartar el libro,
cerrar los ojos, estudiar el sonido del mar como si al día siguiente
un tribunal fuera a examinarme.
El huerto. Mi padre engarza un número
poco acostumbrando de frases cuando me habla de la preparación que
necesitan las uvas para convertirse en pasas. Coge un racimo, lo
voltea como a un diamante en bruto, va cortando con sus tijeras uvas
pasadas y rabitos, y a mí me recuerda a un relojero. Yo le pregunto,
él me responde, una y otra vez, como si fuera la cosa más simple
del mundo, cuándo sacaremos los boniatos, cómo se sabe si los
aguacates se han acabado de hacer en el árbol, cómo se llama ese
bicho. Luego bajamos adonde están las moras, y me enseña que hay
que coger sólo las que se vienen a la mano, porque esas son las
maduras; si tienes que tirar de ellas, es que les falta un punto,
aunque parezcan misses de la fruta. A mí esa me parece una manera
impecable de desenvolverse en el mundo. Mientras, nos pican los
mosquitos, y él me dice vámonos, hija, que aquí no se
puede bajar con esas piernas tan apetitosas, y por un momento ese
hija me vuelve gelatina.
El porche. Vito, el gato erudito, me
despierta de un sopor momentáneo, oliéndome la punta del dedo gordo
del pie. La perra Bola resopla como un existencialista francés. Ando
descalza sobre las losas de barro. Dedico media hora a odiar
profundamente a los modelos de las fotos que ilustran un pequeño
manual de yoga que compré hace, yo qué sé, siete años. Comparo su
postura del perro que mira hacia abajo con una figura de mí
misma que sólo puedo denominar cactus borracho. Sobre todo
leemos juntos, hamaca junto a hamaca, como en la cubierta de un viejo
trasatlántico, tan callados, tan modestos, incluidos los tres en una
especie de bóveda literaria, formando parte de un mismo átomo
cuántico de palabras. Quién sabe si el tono de su historia de
aventuras no estará impregnando mi ensayo sobre la atención plena.
Y entonces vuelvo a apartar el libro, y casi se me corta la
respiración, porque el atardecer está haciendo de las suyas, y hay
una luz como de incendio en el subsuelo, y la palmera que está a dos
pasos parece una estatua de bronce, y todo lo que tiene forma en el
mundo está plenamente justificado y hasta redimido de su
precariedad. Todo es elocuente y tangible. Todo permanece para siempre antes de fugarse.
Siempre nos pones los" dientes largos" cuando nos cuentas tus andanzas en la casa/huerto de tu padre.
ResponderEliminarUn beso.
Pero ¿queréis más, o doy un poquito de asco?
Eliminar¿No sientes a veces que a pesar de la elocuencia y tangibilidad de las cosas te faltan ojos para aprehenderlas? ¿que los pulmones se te quedan pequeños para absorber la brisa perfecta de estos días últimos de verano?
ResponderEliminarQué precioso comentario. Y fíjate, hace poco más de una hora he entrado por la puerta de casa casi con ganas de llorar. Estaba blanda, a punto de resquebrajarme, como si no pudiera acoger más compasión ni más belleza.
EliminarAsco no mujer, pero sí envidia a los que no podemos disfrutar algo parecido.
ResponderEliminarA mi me da envidia de tu capacidad de descripción. Y no es de la sana, que no existe.
ResponderEliminarTengo mucha plancha en tu blog. El síndrome post-vacacional tiene también efectos por aquí, pero en este caso, ¡BIEN!.
Besitos
Sí que existe, y como bloguera vuestra que soy, os debo una explicación.
Eliminar(Estoo, quizás debería echar mano del Facebol para preguntarte que es eso de tener mucha plancha. Mí no entender)
Besos sin síndrome.
Jajaja. Que tengo mucha faena: muchos posts por leer y eso es bueno, bueno.
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