Me tumbo cuando un melocotón tamaño globo terráqueo está medio
asentado ya en mi interior. La piedra tiene el color y la forma de
una mesa de quirófano, y yo acomodo en ella la espalda de manera que
no quede hueco entre su plano y mis curvas. Miro hacia la copa, de
manera inevitable. He reproducido tantas veces este ritual de cortejo
que me da apuro volver a transcribirlo, y entendería si alguien se
saltase estos párrafos en busca de algo nuevo o medianamente
excitante. Es verdad que podría lanzar el anzuelo y pescar cualquier
detalle que me permitiera montar una viñeta o, con suerte y sudor,
hasta alguna narración. Pero tengo la cara caliente del camino, los
pies descalzos palpitando contra el suelo, arañazos en las piernas y
la sufrida mano derecha hinchada por el aguijonazo de un bicho que no
he llegado a identificar. Mi química vital y mi materia están ancladas en
lo silvestre. Todo mi ser resuena todavía al son del verde, y la
frase que no huela a tronco, liquen, arroyo o arenisca parecerá una
pequeña traición.
Así que levanto hacia la copa unos ojos
que son puros corazones, como en ese muñequito del whatsapp.
Miro. Sigo mirando. Miro. No sé cómo, pero de repente parece que mi
campo de visión se estrecha. Miro, a duras penas. Pugno por mirar. Y
ya no hay manera de seguir mirando. No me he dormido, pero tampoco
soy yo, con mi paisaje mental abigarrado y mi carnet de identidad. Ya
no hay más que rumor, piedra suave, y el olor afrutado de la
hojarasca. Si no fuera porque tampoco me encuentro a mí por ninguna
parte, buscaría algún rastro de conciencia. Y si algún experto en
hipnosis preguntara mi nombre, yo respondería que árbol. Debo de
haber experimentado una regresión hasta el tiempo en que estaba viva
sin lenguaje, cuando era tan pequeña que no había aprendido todavía
a diferenciar entre tú y yo. Queda sólo la persistencia del placer o de la molestia. Siento una brasa minúscula en la corva izquierda, donde
hace un rato me atrapó una zarza. Aquí se está bien. Aquí se está
tan bien.
Entonces suenan unos graznidos. Salgo de
mi ensueño. Así es cómo se crece, diciendo yo a partir de
la desconfianza. Pero deben de ser sólo unos buitres, peleándose
por un puesto en alguno de sus balcones privilegiados. Los vimos hace
ya un par de horas, cuando no había empezado todavía la ascensión,
revoloteando contra un cielo que parecía caer tan lejos como Marte.
Ahora nuestra nariz está casi a la altura de su colonia. Los cielos
a veces no son tan inabordables. Mi espalda deshace su matrimonio con
la piedra. Se me ha quedado fría. Una hormiga me explora la
clavícula, sigue la pasarela del esternón, se descuelga intrépida
hasta la región del ombligo. La dejo hacer, porque el bosque me
vuelve realmente amable. Y por fin recupero el control de mis ojos.
Vuelven a adoptar su forma de corazón.
Dónde están las caritas amarillas cuando se las necesita. |
En ese momento en que mi mente maneja de
nuevo conceptos, se me ocurre si sería posible llegar a enunciar la
fórmula de un bosque. a+b elevado a la potencia de 2x+z
igual a serenidad. No porque yo crea que tenga el más mínimo
sentido resumir con un modelo matemático una realidad tan compleja y
participada por lo subjetivo, sino porque me gustaría encontrar una
manera obvia de expresar y poder compartir contigo esta belleza, esta
capacidad para arrebatar la propia personalidad. Es uno de mis
proyectos más viejos: decir el bosque, explicar su sociedad y su
funcionamiento, hacer una fotografía nítida de su sutilidad.
Siempre que ando por él me muerdo la cara interna de los carrillos
preguntándome ah, cómo podría yo comprender y hacer comprender
esto, cómo dedicar mi tiempo a esta otra forma de cultura, cómo
volcarlo en un hermoso libro que a lo mejor hasta podría publicar; en definitiva, cómo
atraparlo y llevármelo conmigo. Pero es inasable. O acaso es que yo
estoy siempre de paso.
Ahora, sentada en mi viejo escritorio
preñado de cachivaches escolares, escribiendo en mi viejo ordenador,
porque se me olvidó echar el cargador del portátil al equipaje,
rodeada de parte de mi arqueología personal, el bosque se me va
escapando. Su coro de voces, su arquitectura precisa, la forma en la
que luz y sombra se alternan como en una celosía fluida. Se me van
del aliento y del cuerpo. Ojalá que algo de su aroma pudiera llegar
a impregnar esto.
Querida "Robina"...
ResponderEliminarCosas tienes, locuela.
EliminarTan bonito y envidiable como siempre, tita S.
ResponderEliminarQue sí, que me das ganas siempre de hacer de cabrita e irme al campo!
Muchos besos!
Niña, nada importante no puedan solucionar un par de botas de buen andar. Eso sí, cuidaico con los bichos, que luego te ponen las manos como jamones de York.
EliminarQué hermosura, muchachuela, lo que usted escribe cada día está más joven y más guapo. Es amor, destiladito en frases que desarman. Este escrito refleja de maravilla "cuando la intención se convierte en logro". ¡Oh!
ResponderEliminarNo, ¡oh! digo yo. Gracias por saber tan bien que lo que mueve esta máquina, más que el hambre, es el amor. Y gracias por esa gentileza de "más joven y más guapo". Y gracias por ti.
EliminarSeñor, qué envidia (de esa que dicen sana, claro), por los lugares y por las palabras...
ResponderEliminar