Lo sé nada más levantarme, sólo que
aún no sé lo qué es. Una especie de componente inédito en el
aire, o una de esas combinaciones del clima que no percibe la piel
pero sí las rodillas reumáticas. Lo voy notando a cada rato. Pasa
algo incierto, y entonces suena la alarma en una región de mi
cerebro que se expresa de una forma más críptica que con palabras.
La noche empieza a deshacerse justo en el
tejado de la casa-molino que hay frente a mi ventana, y es como si en
un simple papel empapado en líquido se estuviera revelando la
primera fotografía que vieron unos ojos humanos.
La mermelada de mango de la tostada sabe
como si yo fuera mi abuela y viviera en un tiempo que no pudiera
quitarse de encima el olor a tocino y ajo.
La cara que me mira en el espejo está
sonriendo, a pesar de las ojeras. Creo que me alienta.
Cada árbol cien veces podado de la calle
parece la selva.
Las botas sobre el adoquinado, pom, pom,
pom, retumban como las campanas de una iglesia en la que cada
feligrés conociera los nombres de los abuelos de todos los demás
congregados.
Criaturas a las que todavía no se les
puede llamar chicas, pero que ya tampoco son niñas, esperan a otra
que se bajará sin una adiós del coche de su padre, para hacer
juntas el último tramo del camino a la escuela. Huelen a colacao y
magdalenas, a sueño, y a un deseo de ser miradas mucho más viejo
que ellas.
Unos novios muy jóvenes se acurrucan en
un portal, tan nuevos como Adán y Eva.
Me quito las gafas, y la circunvalación
colapsada de coches se ve enteramente como un río de lava.
Y luego, por los pasillos del Edificio,
toda esa gente que hace su vida junta sin apenas darse cuenta,
contándose chascarrillos y achaques, o cruzándose por los pasillos
estrechos, sin saber qué hacer con los ojos hasta el momento justo
de saludarse. Gente que a veces te encuentras en otro lugar de la
ciudad y en otro contexto, saliendo de una heladería con un
cucurucho en la mano, o absortos en la sección de frutos secos del
Corte Inglés, y que de pronto te parecen embajadores de un país muy
lejano.
La cesta metálica que empieza a rapelar
por fuera de uno de los ventanales, cuando voy al cuarto de baño, e
inmediatamente, las manos atareadas del limpiacristales. Otra de esas
presencias invisibles que colaboran sutilmente con el transcurso de
nuestras vidas: éste que nos permite levantar la vista del ordenador
y contemplar los árboles de la calle o las nubes como si estuvieran
dentro del despacho. La que llega a su casa oliendo a rayos para que
en tu lata de atún no encuentres ni un pellejo ni una espina. El que
traslada al laboratorio unos tubos con tu sangre un poco asustada. El
que conduce la cosechadora del trigo que acabará convirtiéndose en
tu barra de pan.
Y no hace falta que el sueño se evapore
del todo, ni que la mañana deje de tirar de mí hasta el mediodía
como si yo fuera un carrito de supermercado con las ruedas bizcas. No
hace falta que pase nada nuevo y estrepitoso para descubrir por fin
qué era aquello que llevaba presentiendo: que nuestra vida dura demasiado poco como para que pueda caer en la rutina.
Sabiendo esta gran verdad(de la fugacidad de la vida), gran parte de ella la ocupan los actos rutinarios.
ResponderEliminarRealizados por voluntad propia, o impuestos.
Esta semana estoy compartiendo tren y mañanas con gente que trabaja en madrid debido a un curso y convivo mas que nunca con la rutina, el aburrimiento y la indiferencia de todos ante lo que verdaderamente nos rodea. Tambien percibo, quiero creer, el anhelo de todos aunque sea remoto, a resistirnos a hacer cada dia tan igual. Por otro lado, hace poco hice el ejercicio de cambiar por unos dias algunas de mis rutinas. El cambio diario de camino al trabajo tuvo efectos sorprendentes.
ResponderEliminarBesitos mil (voy en el tren, espero haber escrito algo con sentido)
Esta semana estoy compartiendo tren y mañanas con gente que trabaja en madrid debido a un curso y convivo mas que nunca con la rutina, el aburrimiento y la indiferencia de todos ante lo que verdaderamente nos rodea. Tambien percibo, quiero creer, el anhelo de todos aunque sea remoto, a resistirnos a hacer cada dia tan igual. Por otro lado, hace poco hice el ejercicio de cambiar por unos dias algunas de mis rutinas. El cambio diario de camino al trabajo tuvo efectos sorprendentes.
ResponderEliminarBesitos mil (voy en el tren, espero haber escrito algo con sentido)
Os respondo a las dos (o a las tres, jujuju, a la vez). Lo que yo quería decir es que la rutina no es más que una pauta mental discreta que utilizamos para clasificar el continuo de la realidad, y que, por tanto, como constructo de la conciencia que es, no deberíamos sentirnos tan amenazados por ella. He dicho.
ResponderEliminar(Y Laura, las malas lenguas van a empezar a murmurar que doblo tus comentarios para mejorar las estadísticas)
Así lo veo yo también: rutina necesaria...
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