Pongo el paquete sobre el pliego y le
tomo medidas con la mirada. Es un papel con un fondo alegre de color
naranja, donde se pavonean unas ratonas muy arregladitas, con sus
vestidos de peto floreados. También yo estoy alegre, el ordenador
ronroneando canciones, los dos balcones de mi casa abiertos a la
brisa buena del fin del verano. Corto el trozo que necesito
exactamente, con un ris continuo de tijeras que me embelesa desde que
era pequeña y acompañaba a mi madre a comprar tela a Tejidos El Kilo
de Málaga. La cosa marcha. Otras veces he cortado papel como para
envolver el Taj Mahal entero, o bien me ha quedado un trozo de
dimensiones tan tacañas como las de una cartilla de racionamiento.
Ahora hago acopio de unas cuantas tiras de celo, y las prendo en el
borde de la mesa. Bien. La fase de los preparativos ha sido
completada con éxito. Así que tomo aire y lo expulso con decisión.
Comienza la prueba reina del decatlón de los manazas.
La
primera parte no tiene mucho misterio. Basta con montar los extremos
del papel sobre el paquete y encasquetarles un trozo de celo. Que es
un material que carga siempre el diablo, pero que hoy está dispuesto a colaborar, parece. Alehop, paquete arropado. Ahora viene lo
arduo: el plegado de los laterales. Analizo el conjunto con el
entrecejo fruncido como Napoleón. ¿Había que doblar hacia
fuera, o hacia adentro? ¿A ras del paquete o formando solapas?
¿Cuánto tiempo llevo sin hacer esto? Observo, hago flores en el
aire con los dedos, espero. Y luego arremeto. De manera un tanto
temeraria.
Esto,
no contaba con que las cosas cobraran vida. Escucho al papel gruñir,
ggrrg, ffrff, cuando yo más bien esperaba arrancarle un preciso
zis, zas, zis. Parece que se obstina en conservar su
bidimensionalidad. Y como no lo consigue, opta por engurruñirse,
como si quisiera que mi paquete tuviera nudillos con artrosis en
lugar de esquinas. El celo se suma de manera oportunista a la
rebelión. Ataca como más le gusta: enrollándose sobre sí mismo
con artes de planta carnívora, pegándose a mis dedos de manera
parasitaria. Que lo sepa todo el mundo: a mí un rollo de celo me da
la misma cosica que a una polilla la tela de una araña.
La
radio de Spotify lleva un rato encadenando canciones con un vapuleo
de guitarras que desquiciaría al mismo Buda, y mi alegría ha
declinado al compás de la tarde. Conozco este estado de ánimo. Es
un abigarrado cóctel de bochorno y empecinamiento y frustración.
Pero seguimos batiéndonos en duelo, celo y papel y yo. Me doy cuenta
de que al vestidito de las ratonas empieza a hacerle falta un
planchado. Despues de mucho plegar y desplegar, consigo imponer sobre
las cosas un aceptable dominio de Homo sapiens. Contemplo mi lamentable
y asimétrica obra. Ni un ápice de limpieza ni rigurosidad. Mi
paquete tiene la piel descolgada de una abuela centenaria. Menos mal
que sólo tenía que envolver un simple paralelepípedo.
Estos
son los hechos. Y este su corolario: la abajo firmante tiene
pezuñas en lugar de manos. Pues mira tú qué interesante, podría
replicárseme, con toda la razón. Maldita la falta que le hace al atareado
lector desperdiciar su precioso tiempo con una anécdota tan
irrisoria como la de envolver malamente un regalo. De verdad que la
mayor ilusión de mi vida no es llegar a concursar en Gran
Hermano. En absoluto pienso que cada uno de mis actos sea
interesante.
Pero
sí creo que a veces es mucho más sencillo llegar a entender la
naturaleza de las cosas y las personas a través de su textura
característica. Mi manera de encarar la muerte, de dosificar la
intimidad, de agarrar al miedo por los cuernos o de esconderlo debajo
de la cama, de hacer equilibrios entre la aceptación y la esperanza,
de dar, todo eso forma la estructura básica de mi vida. Lee por
encima lo que escribo sobre ello, y adquirirás un conocimiento cabal
y discreto del tipo genérico de ser humano que soy. Es mi pliego de
condiciones, el conjunto de pilares y paredes de carga que sostienen
el edificio de mi personalidad. Pero no bastan para explicarme, como
no basta un esqueleto para adivinar la gracia con la que podía
desenvolverse en vida su dueño.
Es el comportamiento ínfimo, creo, las
respuestas que vamos dando a las preguntas más prosaicas, lo que
ofrece una visión más ajustada de nuestro verdadero aspecto. El
aplomo con que uno agarra ese instrumento perverso que es el compás.
La manera de colocar los brazos mientra se espera en un paso de
cebra. La reacción pacífica o fatalista a un bote de miel que se
derrama como magma por el suelo de la cocina recién fregada. Cómo se
las apaña uno para abrir la tapa de un frasco de cristal que parece
haber sido sellada con plomo fundido.
O,
en este caso, cómo me enfrento a una torpeza casi más vieja que yo.
Mi micromomento empapelador revela mucho de lo que soy, igual que
unos centímetros cúbicos de sangre informan sobre el estado general de la salud. Habla, por ejemplo de una vocación
insatisfecha de esmero. Y de la velocidad fullera con la
que a veces hago las cosas. Recuerda tardes enteras gastadas sin
éxito en el intento de cerrar círculos perfectos o de recortar
figuras por su mismo filo riguroso. Permite olfatear un nota de
autocompasión ante mi propia incapacidad, o adivinar la persona
solvente y pulcra que me gustaría ser y no soy. Apunta que a lo
mejor soy capaz de manejar cada mínima traba personal como un
desafío, y que mejor o peor, siempre termino haciendo lo que me
propongo. Y entre líneas, sugiere también que prefiero las obras
mal hechas antes que las abandonadas por vergüenza, o las no
empezadas por perfeccionismo o indecisión.
Cuentanos como encaras la muerte.
ResponderEliminarMujer, qué ya bastante poca gente me lee como para. Cuando sea una bloguera de éxito.
EliminarHola. Hablas de velocidades fulleras y de insatisfación por la falta de esmero. Creo que cuando el número de actividades supera al tiempo que disponemos para cada una de ellas,y que mientras realizamos una, ya estamos con la mente en la siguiente, es dificil conseguir la perfeción.
ResponderEliminarClarísimo.
EliminarPero el problema es que la velocidad fullera no es la causa, sino la consecuencia de mi poco esmero. Se me dan tan mal tantas tareas manuales, desde tiempos escolares, que me aturullo y me doy mucha prisa.