Lo estudio en busca de historia y señales. Se han portado como
soldados valientes y me gustaría verlos condecorados. Maduros,
robustos, un cuadro de vigor hecho de nervio y de carne. Quisiera que
mis pies llevasen las huellas de mi viaje. Pero me parecen los mismos de
siempre: tostados igual en agosto que en marzo, un poco de bebé en
la sucesión de dedos progresivamente tímidos, y con algún que otro
recuerdo mezquino de magulladuras donadas por zapatos impíos. Ni
rastro de las trochas endemoniadas que han pisado; de la grava que
parecía querer dejar en ellos estigmas; del agradecimiento con que
saludaron cada tramo mullido de hojarasca; del alivio cuando los metí
en el agua gélida de un torrente recién nacido, tan anestésica que
daba miedo olvidarse del dolor y terminar sacándolos muertos.
Intactos, mis pies. Como si no hubieran subido hasta el mismo mentón
de las montañas. Como si después de que su cuentakilómetros haya
crecido cerca de una centena, no supieran que las medidas pirenaicas
son una cosa inefable, situada más allá de cualquier estándar.
Y,
sin embargo, qué manera bendita de andar, y qué insaciables. Cuando
uno encuentra que se le da bien lo arduo, ya no puede dejar de
acometerlo con sumisión y alegría. Ahora, a mis pies farsantes les
está contando un mundo volver al letargo asfáltico de la ciudad.
Intuyo la Sierra detrás de un turbante de nubes, y mis tobillos
caracolean y crujen como dedos de matones antes de que empiece la
pelea. Quiero volver a hacerlo, calzarme esas botas con las que nunca
siento un dolor abyecto de lumbares, y quedarme sin aliento a los
primeros compases de la marcha. Quiero volver a escuchar claramente
mi corazón, y comprobar cómo a cada paso la mente se va
desbrozando.
Desde
luego que no sucede a la primera. Hace falta mucho desnivel y mucho
sudor para alcanzar ese punto de inflexión en el que las cosas
empiezan a verse más claras, las pocas cosas que sobreviven cuando
la pendiente es lo bastante pronunciada como para que no se te
ocurra desperdiciar oxígeno y glucosa cavilando en chorradas tales
como tu papel en el mundo o tu expectativa. La marcha no te
transforma místicamente al primer paso, como muchas criaturas
amamantadas y uniformadas en el Decathlon
pudieran pensar al atarse las botas. Ni siquiera te transforma: la
marcha feroz te deja en bragas. Así de simple. A solas con tus
limitaciones y tus capacidades. El esfuerzo es un espejo severo que
informa del tipo de persona que eres. Sin malinterpretación ni
juicios subjetivos ni falsificaciones. Te limpia el maquillaje, y
desmonta las imágenes acusadoras o benevolentes que llevaste contigo
a la montaña.
La
cosa sucede más o menos así. En los primeros repechos se te cae la
media sonrisa, seguida muy de cerca de la fanfarronería. Al empezar
eras consciente de que no estabas en un punto álgido de forma, pero,
amiguita, ¿a qué es duro darse de bruces con la realidad de que,
en vez de articulaciones y músculos solventes, no tienes más que
bayetas? Se continúa en la cuesta por orgullo. Llevas unos pocos y
risibles cientos de metros, y un par de jubilados con zapatillas de
tenis está respirándote en la nuca. Empiezas a cuestionarte los
nombres de las cosas: senda es una forma indulgente de llamar a esta
hilada de bosque mal desbastado en la que apenas cabe un pie tras
otro, a este risco resbaladizo, a este puñado de anoréxicas raíces.
Reto es un apodo de la petulancia. Una revuelta, otra, otra. Procuras ser disciplinada, y no mirar hacia
arriba. Gente que te adelantó hace unos minutos está ya a la altura
de la azotea de un bloque de trece pisos. Pero la marcha te enseña
que no eres disciplinada. Ni mucho menos. No haces más que medir con
los ojos y con el desaliento un desnivel que ni por asomo parece
que vaya a aplacarse nunca.
Pero
subes, subes, y subes, y entonces ves reflejada tu verdadera figura
en el espejo del esfuerzo. Y te guste o no, lo que ves es que tienes
una escasa tolerancia al sufrimiento. Que el no siempre va por
delante del sí, todavía: muda o graznando, no haces más que
lloriquear que no puedes. Estás a merced de la anticipación, pese a
todas tus amables y vigorosas construcciones mentales. No vas a poder
con el repecho. Va a descargar la tormenta perfecta, y la
entrecomillada vereda se va quedar tajada por dos torrenteras. No vas
a encontrar un escondite donde cambiarte de tampón. Te vas a empapar
de sangre. ¿Eras tú la que ya no se acordaba a la mínima del
cáncer?
Eso
te enseña la montaña. Que eres quejica, comodona, y que tienes una
creatividad un tanto delirante para rastrear todo tipo de amenazas. Y
que al final, por mucha aversión que demuestres a la subida, y por
mucho que desconfíes de ti misma, tienes fuerza y tenacidad
suficientes como para llegar hasta arriba, soltar todo ese lastre y
seguir caminando. Aunque luego tus pies pasen de corroborarlo.
Y después... |