Los
coches deslumbran en la circunvalación como si fueran de nieve. Pasa uno, otro,
otro, deslizándose a dos metros escasos de la ventanilla en la que
pinto esforzados circulitos de vaho. Si no fuera por las gafas de
sol, cualquier conductor podría pensar que le estoy guiñando. Ocho
menos cuarto. Sol de verano ártico en Granada. Y una especie de
resaca sobrenatural en el aire, como si este lugar sin playa ni ritos
de olas y hogueras asimilara tradiciones ajenas con tesón de nuevo rico.
Un coche, otro, otro. Radiantes como brasas. Tengo todavía sueño
suficiente como para que la luz apabullante de una mañana que a esta
hora ya es vieja me parezca un prodigio.
El
compañero que conduce mi coche imita con pucheros una queja. No
engaña a la concurrencia. Hace poco que lo conozco, pero mi
intuición masculina me dicta que este tipo no ha aprendido muy bien
el mecanismo de la protesta. Bravo por él. La criatura recoloca como
puede su postura. A mí este sol imperial me alucina; a él le
molesta. Ayer perdí las gafas de sol en la playa, gimotea. La queja
no le sale muy bien, y al instante recuerda alegremente que, bueno,
es verdad que él también se las encontró junto al río
Nosecuántos. Estaba de dios, le digo yo, igual que se
fueron que llegaron. Brochazos de viejos cuentos cruzan mi mente legañosa,
fugaces como abejarucos. Objetos mágicos que pasan de mano en mano
cuidando o condenando. Él bizquea de nuevo, apartándose del
parabrisas como un pintor que estudiara el efecto de la última
pincelada. Vuelve a intentarlo: ya, pero es que yo les puse una cinta
muy chula, y les cambié un cristal rayado. Las mejoré bastante, en
realidad. Pues entonces, retozo, la próxima persona que las
encuentre tendrá que arreglarlas más todavía, antes de volver a
perderlas. Van a terminar convirtiéndose en el par de gafas más
increíble del mundo.
Este
diálogo merluzo me despierta del todo. Así que es eso. Es
exactamento eso. Una clave camuflada en la realidad marrón del
atasco. Anoche no me bañé a medianoche en la playa, como el año pasado, no quemé papeles con dolores o deseos escritos. Y, sin
embargo, un puñadito de neuronas arcaicas se empeña hoy en
revitalizar para mí el pensamiento mágico colectivo. Pronuncias una
modesta combinación de palabras; ves con el rabillo del ojo una
imagen que no tendría por qué decir nada, yo qué sé, un hombre
que fija seriamente su mirada en la del perro que pasea, una chica
que anda con una sandalia en la mano, y de repente la puerta de la
cueva se desbloquea. A mí, las gafas errantes de mi compañero me
descifran un esquemático plan de vida. Una única norma forzosa.
Todo lo demás, los proyectos, la exigencia, el modelado propio, son
ornamentos y ensayos. El diseño para ser más y mejor, para llegar
más lejos, para impugnar los límites personales. Todo, juegos
voluntarios para entrenar un solo mandato básico: devuelve mejorado
lo que te encontraste. Nada más que eso.
Al fin
y al cabo, y es tan de Perogrullo que escribirlo hace daño al ego y
al cerebro, la vida es un crédito a un interés muy, muy alto. Nos
la encontramos sin querer, la abandonamos queriéndolo aún menos. La
perdemos para que otro la encuentre, como las gafas mágicas de mi
compañero. Y en este comercio fortuito, lo mejor que podemos hacer
es devolver lo que se nos prestó enriquecido, aumentado, adecentado.
Hermoseado. Puede que tu manera de llevarlo a cabo sea encadenar
ochomiles, o patentar vacunas que le salven la vida a un millón de
niños. Pero no es necesario llegar a tanto. Basta, quizás, con que
la compañía que otro te fía arranque una porción de bondad de ti
mismo. Con que, igual que yo admiro y me apropio de la dificultad que
mi compañero tiene para quejarse, tú observes e imites lo mejor de esa persona cualquiera que ahora está a tu lado. Basta con que erradiques un prejuicio que tus padres
te donaron. Con que acabes el año con la mente más apacible que
cuando lo empezaste. Basta con que el rinconcito de mundo que te ha
tocado quede lo menos arrasado posible. Con que eduques a unos críos
más libres de lo que tú nunca fuiste. Basta con que tu paso más o
menos efímero por la vida de los demás tenga un mínimo efecto
balsámico.
Te cito:"...devuelve mejorado lo que te encontraste. Nada más que eso".Y nada menos, añado.
ResponderEliminarGracias. Besos.