viernes, 7 de junio de 2013

Contra la fe

Creí hace tiempo que jamás conseguiría aprender a conducir. Que había algo lo bastante fallido en mi configuración neuronal como para hacerme destacar por encima de la media en materia de torpezas.

Creí también que era una inconstante, una informe y una haragana. 
 
Creí que encontraría mi propio manual de instrucciones, y también algo así como un plan de mejora, en un ecosistema que no era el mismo donde me encontraba, y en un tiempo para el que todavía no se habían diseñado calendarios.

Creí que debía de haber en algún sitio una silla reservada a mi nombre, alrededor de una gran mesa que reuniera en comunión a mis afines. Dicen por ahí que la evolución psicológica de mi especie me capacitó especialmente para creer que no sería feliz hasta que lograra encajar como con vaselina en un grupo.

Hubo una época en la que creí absolutamente que un tumor localizado en los tejidos que rodean a mi ombligo me impediría cumplir los veintiún años.
 
Sufrí esa certeza maquinal tan propia de la juventud de que mi voluntad controlaba férreamente a mi cuerpo, y que este sería incapaz de dejarme en la estacada.

Puse todo de mi parte para creer que lo de mi tía y el suicidio no eran más que informales coqueteos verbales.

Creí también que mi paso por el mundo era tan tenue que no podía ser de ninguna manera odiada.

Hubo momentos delirantes en los que creí que tendría que llegar a pagar para que alguien me desnudara.

Creí que nunca nadie me querría.


Y a pesar de toda esta fe virulenta, llegó el día en el que terminé conduciendo siete horas seguidas para llegar a la capital de un país vecino. Y el día en el que me tiré de cabeza a la piscina, o al pozo, de la escritura, y resulta que todavía sigo cayendo, como Alicia. 
 
Fueron llegando también intuiciones de que los aparatos se terminan dominando a fuerza de uso y averías, sin que haya necesidad real de sacar del cajón los manuales. Convicciones de que ningún cambio de coordenada conseguiría convertirme mágicamente en el tipo de persona al que aspiraba. Y paciencia ante el hecho de que la conexión alegre y robusta entre corazones es un raro milagro.

Superé con ligereza los veintiuno, y diez años después mi piel empezó a manifestarse en arameo. Todavía ando en busca del diccionario que me ayude a descifrar lo que quiere decirme.

Al final fue un amor eterno, lo de mi tía y el suicidio.

Desnudé y me desnudaron, sin necesidad de romper el cerdito. Hay gente que no me traga. Y el corazón se me rompe y se me regenera como los brazos de una estrella cada vez que me dices te quiero.


Así que ya no me invento más credos.

6 comentarios:

  1. Lo que uno descubre es que, sin sonar a manual de autoayuda, siempre se puede cambiar; aprender nuevos trucos, enseñarle cosas distintas al cuerpo, inventarse disciplinas. Yo todavía recuerdo cuando decías que querías escribir, pero que eras incapaz de hacerlo con constancia, y ahora este blog lleva más de un año.Te amiro mucho por esto. un beso.

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    1. Un año y ocho meses, queridito. Ni yo me lo creo. Estoy esperando tu debut fervientemente.

      Cien besos.

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  2. Madre mia... Querida prima... Que texto más precioso... Superbonito... Me ha encantado... Sin palabras. ENHORABUENA again and mil veces te lo diría.

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  3. !Mujer de poca fe!.
    Luego el tiempo-más que ningún otro maestro-se encarga de enseñarnos.
    Bonita, me gusta como escribes una jartá.
    Besazo.

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    1. Qué va: soy una mujer que tiene mucha fe. En lo físico. En lo natural. En lo que no quiero creer demasiado es en las películas mentales.

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