Instrucciones
para alcanzar un grado bovino de imperturbabilidad:
- Abra la ventana de su casa u oficina y compruebe que la gente anda por la calle en manga corta o tirantes. Permanezca atento al aleteo de abanicos; fíjese si un aire acondicionado siberiano le pone la carne de gallina. Huélase el sobaco. Asegúrese, en definitiva, de que vive usted los primeros días de auténtico verano.
- A continuación, busque una parcela cultivada de cereal. Ya sabe, trigo, cebada, avena, esas cosas con espigas que se mueven elegantamente al menor soplo de aire. Sea intransigente y preciso: quédese con las rubias. Cerciórese de que el cereal en cuestión presenta el color y el crujir de los volantes más flamencos de los huevos fritos. Mueva usted su anatomía hasta la linde de la parcela elegida.
- Por último, espere a ver lo que pasa. La prueba por la que su impavidez será juzgada no tardará en arrancar. Distráigase, si lo desea: reconforte su pupila con las últimas amapolas del año. Aspire el olor a madera caliente de las espigas. Ah, ¿los escucha ahora? Se acercan. Ahí están ya. ¿No se muere usted de ganas por saber el lugar que ocupa en la escala de la evolución espiritual?
No me
resisto a contárselo. De acuerdo que de esta manera llegará usted
advertido al examen, pero ¿alguna vez las advertencias sirvieron
para algo? ¿Pudo usted comerse sólo tres o cuatro pipas, o acaso
terminó el paquete con la lengua hinchada y un Mulhacén de
cáscaras? ¿Pudo dejar de pensar en esa persona que tan poco le
convenía? Que yo le explique punto por punto lo que le pasará si
decide seguir las instrucciones arriba descritas no impedirá que su
mente y su cuerpo revelen libremente lo que tienen que decir sobre su
naturaleza. Si usted se parece mínimamente a mí, prepárese para
el chasco. Está a punto de darse cuenta de que tanto su cuerpo como
su consciencia son entes ajenos al dictado de su voluntad.
Al
principio no le dará mucha importancia. La situación entrará
fácilmente en el marco de lo que usted considera normal. Al fin y al
cabo, se halla en ese circo de bichos que es el campo. Escuchará un
zumbido tan tímido cerca de su oído que le resultará vagamente
sentimental. Ello no impedirá que su mano suelte un manotazo
automático. Usted tiene ya unos cuantos veranos, y está entrenado
para luchar contra esos impertinentes seres vivos que pretenden tener
barra libre en su sangre. Pronto se dará cuenta de que estos no son
los mosquitos a los que está acostumbrado. En realidad, no son más
que diminutos lunares provistos de alas no mucho más grandes. Uno no
concibe que en semejante pequeñez quepa toda esa maquinaria que
posibilita la vida. Ojos, traqueas y túbulos. Nervios. Huevos. Y
maldad. No necesito advertirle que no se deje engañar por su
ronroneo y su tamaño insignificante. Ya está usted padeciendo.
Tiene
una mirada desorbitada. Está sufriendo un ataque de unas dimensiones
que le parecen inconcebibles. Totalmente gratuito. ¿Qué pueden
querer esas ínfimas criaturas de usted? Se pasean con descaro por
las partes expuestas de su piel. Ocupan su ropa como si en ella se
estuviera celebrando el botellón de la Fiesta de la Primavera.
Quieren invadirlo. Violarlo. Los escucha muy cerca. Una nube cada vez
más negra. Su zumbido ya sólo le puede parecer siniestro. Los
siente bullir por su cara. Con horror los nota a las puertas de los
orificios que venden su intimidad. Están tratando de colarse por su
nariz y sus orejas.
Usted
está a punto de perder su aplomo. Manotea como un molino. Se tapa
las orejas. Da grititos. Roza la paranoia. ¿Y si le da una reacción
alérgica? ¿Y si usan los huesecillos del oído como tobogán para
llegar al fondo de su cráneo? Siente picores delirantes. Se resiste
a creer que no piquen. Empieza a usted a plantearse si no se tratará
de una especie de insecto carnívoro. Cambiará mil veces de
posición, sin resultado. Cruzarán su mente vientos apocalípticos.
Pensará en las plagas de Egipto.
Y
entonces se acordará usted del rabo y del rostro impávido de las
vacas. Y se sentirá ridículo. Ahí está usted, con sus piernas
rectas y su pulgar oponible y su cerebro hipertrofiado. Con su
smartphone en el bolsillo y su arrolladora civilización parásita.
Acosado por lo irrisorio. Carente del talento para la serenidad de
los animales. Pero sea fuerte: trate de aguantar con la cara
hirviente de mosquitos. Tolere su merodeo junto al oído. Acepte el
poder de la presencia diminuta. Ahórrese la energía de luchar
contra ellos. Esto no es más que un entrenamiento: en su mente
bullen mosquitos mucho más invasivos.
Jajaja. ¡Qué bueno!.
ResponderEliminarMosquitos como cacahuetes, tenemos por dentro.
Pero los peores son también esos diminutos, que ni siquiera se ven.
EliminarVaya, he empezado riéndome con la simpática lucha contra simples mosquitos y el final parece el de una película de esas de terror psicológico.
ResponderEliminarPor cierto, tengo un remedio que parece funcionar contra los mosquitos externos (los otros...): un aparatito que emite ultrasonidos. Veremos si dura.
De terror psicológico es como al final me terminaron poniendo la nuca y el cuello esos nada simples mosquitos. Confirmado: les iba la carne humana.
EliminarBonita, cada dia nos pides cosas más difíciles.
ResponderEliminarBesos.
Mujer, no nos podemos quedar estancadas en la parte del entrenamiento que ya nos sale
EliminarMe encanta... eres tan tan adorable...
ResponderEliminarYo quiero ser vaca y pastar y mugir plácidamente.
Siiií, una vaca de las que pasan su bendita existencia junto a las playas del Campo de Gibraltar, dejando a veces las huellas de sus pezuñas en la misma arena.
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