A la hora de la siesta el viento se puso
otra vez tan energúmeno, que a mi mente gelatinosa no paraban de
ocurrírsele ideas de ultratumba. Usaba el viento la garganta de la
chimenea, y yo pensaba en el perro de Baskerville. La persiana de la
terraza no dejaba de llamar a la puerta, asustada, y poco me faltó
para inventarme algún cuento gótico ambientado en un páramo. Tal
vez si me aficionase al windsurf, al kitesurf o a cualquier otra
chorrada en la que la calma chicha sea una muerte por inanición,
conseguiría superar esta tirria a las neurosis del aire. Sería
estupendo: estar enganchada a las páginas de meteorología, y
ponerme cachonda cada vez que la fuerza del viento pasara de 4. Y
sería enriquecedor: lograría corregir mi equilibrio de borracha; se
me pondrían los brazos como a Popeye; me lanzaría de cabeza a la
erótica del neopreno; y aprendería a comportarme como una rubia
sobrevenida. Hasta entonces, el viento y yo, enemigos.
Pero estábamos los dos en el sofá,
jugando de nuevo a mamá y bebé koalas, casi desbordándonos del
cauce. Y hacía ese calorcito glorioso de los cuerpos; y la chimenea
ululando, la persiana batiendo, mi padre pasando las hojas de la
revista, todo eso componía una pieza de música experimental tan
rara; y la combinación de ternura y vendaval era tan desconcertante,
que me dio por pensar que si me hubiese muerto de repente, ahí, en
el sofá, no sé, si hubiera sufrido un derrame cerebral fulminante,
y la película completa de mi vida hubiera tenido que rebobinarse en
un segundo, tal vez mi conciencia no habría sido capaz de reconocer
ni un fotograma. Por qué no. Me muero, todo es súbito y
desacostumbrado; casi sigo escuchando el mismo viento, uh, uh,
todavía no me he enfriado; pero mi memoria ya se ha disuelto, a lo
mejor demasiado deprisa, y se ha confundido con los recuerdos de
otros que, como yo, acaban de morirse.
Me veo afeitándome. No las piernas. La
cara. Un resto de mi antigua conciencia se aferra todavía a su
condición femenina, y se espanta. Qué está pasando. El problema es
que todo pasa demasiado rápido, y que se ha acabado ya el tiempo de
analizar. Me veo rugiendo de dolor en una sala de partos. Eso me da
idea de que había cierta información oculta en el mito de que,
cuando te mueres, tu vida te pasa por delante. Veo cajas embaladas en
la nave de un polígono industrial, y sé que en ellas están los
restos del naufragio de la librería que acabo de desmantelar. Veo a
un niño regordete comerse media tableta de chocolate, ávido y
ausente como un bulímico, y me doy cuenta fríamente de que soy una
madre que aborrece a su hijo. Me veo esnifando cocaína.
Ahora estoy en un restaurante chupando
patas de cangrejo. Suena un bum, un bum bastante mediocre, la verdad,
y si dejo de comer y miro hacia mi derecha, tres mesas más allá, es
porque alguien ha gritado. Y allí veo a un hombre con la cabeza
sobre su plato, la chaqueta blanca de su pareja salpicada de
una salsa que no es tomate, y yo pienso con flema que Moscú se ha
convertido en un lugar malsano. Ahora sobrevuelo Australia, y en
media hora cuento cuarenta y tres incendios. Ahora mi marido me acaba
de dar una hostia con la palma abierta, en la cara, y el estupor es
todavía más grande que el dolor o el miedo. Ahora pronuncio un “sí,
quiero” que suena tan contundente, que me da la impresión de que
en mi promesa hay gato encerrado. Ahora me caigo de una litera por
querer darle por saco a mi hermano. Ahora le digo a una chica con
flequillo, de cuyo nombre no me acuerdo, que haga el favor de borrar
mi número de su agenda.
Veo el váter verde hospital de un
apartamento en Benidorm. Veo las manos de reptil de mi abuela
trenzando esparto. Veo el taller donde le pusieron un alerón dorado
a mi coche. Veo un gato apedreado por los niños de mi calle, y una
piedra en mi mano. La marca de la liga de novia sobre la piel de mi
muslo. La trompeta de plástico que me compró mi padre en una
verbena de verano. El muñón empaquetado de mi pierna recién
cortada. Un cielo amarillento sobre Berlín. Los calcetines calados
de la chica a la que quise en sexto. La casa sola, muda, después del
funeral de mi marido.
Veo tantas cosas. Antes de que la luz se
apague definitivamente, me veo a mí mamando, y la extrañeza que no
ha dejado de acompañarme en toda la proyección se disipa. Ese bebé
sí soy yo. Porque yo soy cualquiera. Y me voy en paz, sabiendo que al final
todos somos uno, y nos terminamos fundiendo en un mar de recuerdos
comunitarios.