Venga,
hagámoslo hoy interactivo. Llevo un rato buscando una palabra. Que
alguien me ayude a encontrarla, por favor. Un sustantivo para nombrar
este efecto que me causa la lluvia.
¿Añoranza?
No, nada de eso. No echo de menos ninguna cara, ninguna voz, ningún
paisaje. No quiero estar en ningún otro sitio. Estamos mi balcón y yo solos, enamorados el uno de otro. Es
cierto que cada vez que llueve, recuerdo cosas que ya he contado una
infinidad de veces. El milagro del bosque que apenas se mojaba
durante un chaparrón salvaje, haciendo que me sintiera la figurilla
feliz encerrada en una de esas bolas de vidrio que tienen un mundo
dentro; la caricia que me regaló alguien de quien estuve enamorada;
los primeros meses en Jimena; la chaqueta que tuve que comprarme en
un Zara de Oporto, porque mi maleta no estaba preparada para veranos
oceánicos; y Lisboa y sus aguaceros súbitos como carcajadas. Pero
hoy esas imágenes no me escuecen. Son como fotogramas de una hermosa
película que se proyectó hace tiempo en el cine de mi cabeza, y que
me dejó con ganas de conocer al director que las montó.
No es
melancolía. Lleva lloviendo todo el día, y ninguna de sus horas me
ha visto poner una pose lánguida. No me he dejado caer sobre
edredones de plumas imaginarias. No me he puesto de perfil en ningún
momento, ni he mirado a través de las pestañas. No me han dado
ganas de hablar portugués. Hemos vencido al sopor de la siesta, yo y
mi libro. He pelado boniatos para un puré, y cocido caballitas para
hacer paté. He apuntado los ingredientes de mi último eureka
culinario*. He clausurado la temporada estival en mi cocina,
guisando un pollo del tamaño de Godzilla, un pollo que me daría
miedo encontrarme en un callejón oscuro. Estoy aquí, en el sofá,
con el portátil entre las piernas en postura del loto, a la caza de
palabras.
Y, sin
embargo, tampoco es excitación, o entusiasmo. Hay días, ayer, por
ejemplo, cuando volví a levantarme a las 06:40 sin necesidad, en los
que me pregunto si esta urgencia mía por aprovechar las horas no
será una variedad más o menos benigna de la ansiedad. Hoy mi
termómetro no marca ni una décima de más. Me asomo a esta ventana
agradecida de mi casa, o, esta mañana, a la ventana compasiva de la
Delegación. Miro el cielo bajísimo, que se cuela entre los pocos
árboles que quedan en la Vega, igual que las virutas blancas de
porespán que se usan para embalar cosas frágiles. Veo esta humedad,
tan dulce que dan ganas de zampársela para la merienda, y no doy
botes de alegría. No parloteo. No recibo un chute de bríos nuevos.
Es bueno que llueva, claro, tan bueno como el chocolate caliente o el
olor a tostadas; tan bueno como los helechos que nacen
desenrollándose, o las mariposas recién salidas de la crisálida.
Pero no, no es siquiera gratitud, lo que está acallando hoy todo el
ruido de mi corazón.
¿Entonces,
qué es? Esta sonrisa leve. Este caer en la cuenta de todo lo
preciado que tengo, igual que cae uno en lo bueno que es estar sano
cuando le duelen las muelas. Esta ausencia de presión y de
alharacas. Esta amabilidad. Este cariño que le tengo hoy a mi
lumbago de tres semanas de edad, a los cortes del cuchillo en el dedo
gordo de la mano, a las agujetas en el culo que me traje ayer de la
piscina. Estas ganas de cuidar. Los deseos ácidos que se han
retirado como la bajamar. La suspensión de los proyectos, del querer
ser algo más de lo que ya soy. La mano que se relaja a la hora de
apretar la vida, para que no se escape. Esta sensación casi secreta
de estar siendo cobijada. ¿Dónde está mi palabra? ¿Es que no hay
suficiente diccionario para todo el espectro de emociones humanas? A
lo mejor, lo que me provoca la lluvia es, simplemente, plenitud. Una
palabra que no he usado mucho como para que me suene desgastada.
*
Coged un boli y apuntad, caracolillos, que no voy a engordar los post
de “La tasca de Sila” con tan poca cosa. Hoy me he sacado del
magín un, ejem, Coli-cous, o sea: coliflor pasada por la
picadora, ese invento, en sufrida compaña de perejil y anacardos, y
aliñada con aceite, vinagre y todo lo que saquéis de los bazares
del Oriente. Yo he usado pimentón de La Vera, comino, ajo, jengibre
y cúrcuma. La coliflor, sí, cruda, ¿o es que acaso he dicho
Coli-puré, merluzos? Una pareja tan perfecta para mis caballitas
asadas con hierbas, como Michael Fassbender para conmigo misma.
¿Nostalgia?
ResponderEliminarhttp://youtu.be/5DlogbN-wBI
Es...narcotico, el sonido de las gotas, y el color de las imágenes del sueño (o es un recuerdo? No la he visto). Gracias!!
EliminarNovedad:despues de tantos meses sin verla.
ResponderEliminarAgradecimiento:llega, colmando su necesidad.
Y además,que maravilla si la escuchas desde la cama.
O si te levantas, y coges la taza de café con dos manos. Mojado todo es más bonito.
EliminarHablas de la sensación de "estar siendo cobijada", esa me vale a mí para los días de mucha lluvia, aunque sólo si estoy en el lugar oportuno, claro y a lo mejor también da una intimidad especial que diluye el exterior y hace que mires más hacia adentro, quizás por eso ves más en relieve lo que eres en ese momento o cómo te sientes.
ResponderEliminarYa que mencionas los boniatos, son otro descubrimiento que tengo que agradecerte. Cocinar con ellos inventándole usos que no sabía que podían tener, tanto como yo los limitaba, pobrecillos.
Yo también veo cómo se tocan la necesidad de días de más horas con alguna versión manejable de la ansiedad.
"La mano que se relaja a la hora de apretar la vida, para que no se escape." Es curioso, leí hace poco algo parecido y era una forma de explicar cómo el amor puede permanecer con nosotros, como el mercurio sobre una mano: si intentas cerrarla se escapa, pero si la abres completamente se queda en ella.
Oye, que creo que a Fassbender te lo presenté yo, "robona"...
¡Pues el premio para ti, moza! Porque sí, me quedo con la palabra "intimidad". Una imagen presiosa.
EliminarY así te compenso por haberte robado a semejante alfajor.