lunes, 15 de octubre de 2012

Subir, caer, subir


Ni en un mes de vacaciones podría ponerme tantas bragas ni leerme tantos libros como los que yo he vaciado sobre la cama, de la maleta que hice para este descanso de cuatro días. Se comprueba de nuevo que soy una nulidad cuando se trata de gestionar el tiempo de las vacaciones. O que, en mi ingenuidad, siempre tengo fe en que sus horas sin horario van a presentarse en mi vida vestidas de lentejuelas, moviéndose lentas y elegantes como una estrella del Hollywood de los cincuenta sobre la alfombra roja. Y luego resulta que corren tanto, y de manera tan atolondrada como las de los días laborables.

Por lo menos me ha dado tiempo a colocar lo que he sacado de la bolsa de aseo. Ahora, en la estantería del cuarto de baño, puedo ver unas miniaturas de desodorante y de crema de manos etiquetadas con la fecha de la boda de mi prima. Voy a mear, y las veo ahí, inocentes en apariencia. Hago un cálculo de la tira de tiempo que habrá empleado, mi prima, en pegar tantísimas etiquetas en tantísimos frasquitos, tantísimos paquetes de kleenex, de horquillas, de limas, de espejos de mano, como colocó en el aseo femenino del salón donde se celebró su convite. Y quiero creer que esta pequeña congoja dominical, tan impropia de mis semanas, es una especie de sentimiento de empatía hacia ella. Nos pasamos la vida poniendo horizontes muy por delante de nuestros pies, y trabajando, trabajando para alcanzarlos, mirándolos a lo lejos y pensando “cuánto queda todavía”, y luego, andando, de pronto ya estamos ahí, y el horizonte que a la distancia parecía una montaña, se supera tan fácilmente como una raya de tiza sobre la acera. Hace falta cierto valor para seguir marchando hacia el momento siguiente, cuando todavía no hemos establecido una nueva dirección, ni encerrado dentro de un círculo una nueva fecha en el calendario.

Y mi valor, a falta de devolver bragas y calcetines intactos a sus cajitas, y libros a sus puestos, en el falso desorden de mi casa, flaquea. Jose, postergando todavía más la recogida del equipaje, se ha quedado colgado de la pantalla de la tele. Me llama, acudo. Esta tarde no necesito un estímulo demasiado atractivo para apartarme de mis quehaceres. Diez minutos después sigo clavada en el sofá, mirando embobada como un globo de helio le va comiendo metros al cielo. Parecemos, los dos, un par de ratas embaucadas por el flautista de Hammelin. Puede que esta sea la aventura más aburrida que jamás se ha retransmitido, pero nosotros seguimos hipnotizados. 38253 metros. 38256. 38347. A ratos salimos del trance. ¡Tírate ya!, dice uno. Va a hacerse mermelada, dice la otra. Y los dos: seguro que un millón de friquis están escribiendo ahora mismo en Twitter que esto es un fraude, y que si la posición de la cámara, y la vista de la Tierra, y todos esos rancios argumentos de cuando Amstrong llegó, o no, a la Luna. Y, ,mientras el globo sigue ascendiendo. Se para. La cápsula se abre. El hombre se queda con las piernas colgando a treinta y nueve kilómetros de altura. Te meas. A mí que me da cosita hasta subirme a una escalera de mano. Y zas. Una caída de cinco minutos, santo dios. Cuánto entrenamiento, cuánto esfuerzo, cuánto tiempo y dinero invertidos en subir, para después bajar tan rápido. Ahí tienes, otra raya de tiza que queda superada.

Cuando el hombre se posa en Nuevo Mexico, con la misma levedad de la bailarina de una cajita de música, yo me quedo sin flautista ni excusa para no seguir con lo mío. Terminar de recoger. Bajar al Opencor a comprar aunque sea una triste bolsa de ensalada para engañar el vacío de la nevera. Volver a escribir algo. Bastan tres días sin tocar el ordenador o coger un bolígrafo para que mi voluntad se convierta en algo tan irreal y legendario como el hombre que acaba de saltar desde la estratosfera. Allí, en el pueblo de mi madre, me he parecido mucho más a lo que era yo hace un año. Han sido tres días, tres, de caída en una inercia cálida. Días de no imaginar la niñez de la mucha gente con la que me he topado, lo que les frustra, lo que les mueve, lo que todos ellos van posponiendo cada vez que se van a la cama. Días de comer queso y galletas Príncipe, con un pequeño resto de sentimiento de culpa. De dormir en colchones hundidos por dos generaciones, ya. De levantarme de una silla para sentarme en un sofá. Días de olvidar que una vez me ilusionó ser escritora.

Voy pensando en ello mientras subo la cuesta que lleva a mi casa. En la bolsa llevo lechuga y tomatitos para mí, y fuet y chocolate para el inquilino sin problemas de piel. Pienso en lo mucho que he tenido que ascender para dejarme caer de una manera tan decidida. Las horas escamoteadas aquí y allá y entregadas al ejercicio de poner palabra tras palabra. La observación concienzuda. Los experimentos de ensayo y error con la dieta. La resolución de hacer todo lo que esté de mi parte para que fregar el cuarto de baño, o picar cebollas, o agarrame al manillar de una bici, o pasear con la mano derecha agarrada a alguien, deje de dolerme. Los kilómetros andados por la ciudad, los metros nadados. Todos los compromisos conmigo misma que, mejor o peor, he ido cumpliendo. Y pienso en la belleza y la fuerza de esta voluntad de caer, y en que, en cuanto me pose en el suelo, un nuevo reto volverá a tomar forma en mi cabeza, otro horizonte volverá a levantarse ahí delante. No he puesto todavía el punto final, y mis pies ya se están despegando del suelo.


2 comentarios:

  1. Eso somos, pompas de jabón,subiendo,bajando,cayendo...

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  2. Anónimo entre comillas20 octubre, 2012 23:05

    Yo sigo dando vueltas a ese Gran Reto que nos ilusiona a ratos, aunque creo que no será tan fácil de conquistar como el salto sobre la raya de tiza en el suelo ni siquiera como el otro salto, ese absurdo e inútil desde los treinta y tantos mil metros...

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