Me
voy a arrepentir de este post en cuanto lo publique. O tal vez no. A
lo mejor funciona como una de esas hostias peliculeras que
lobotomizan a la histérica actriz secundaria. A lo mejor lo escribo
de un tirón, y luego me voy a trabajar la mar de relajada, y lo
olvido para siempre, hasta que llegue el día improbable en que me
ponga a repasar mis articulillos (improbable porque, una vez
publicados, jamás vuelvo sobre los pasos escritos). Entonces,
arquearé mucho las cejas, cual retoño de Zapatero, miraré a mi
derecha, miraré a mi izquierda, en busca de testigos y, abochornada,
me preguntaré “¿pero quién coño ha escrito esto?”. Y, como
seré incapaz de identificarme con lo escrito, porque, ustedes
disculpen, pero yo no me parezco a esa histérica actriz secundaria,
pues dejaré de leer y, tan pancha, volveré a irme relajada al
trabajo, o adonde el levante quiera que vaya.
Así
que esto va a ir sin censuras, ¿vale? No pienso juzgarme. Si vuestro
juez interior se ha levantado hoy especialmente profesional, a pesar
de los recortes en el Ministerio, allá vosotros con él. No vengáis
luego a darme toquecitos en la sección comentarios (requerimiento de
lo más innecesario, por mi parte, porque parece ser que dicha
sección ha pasado a la UVI). Dejad que vomite mi alegato a favor de
la exasperación, y luego, si acaso, acompañad el punto final con
ojitos compasivos, y un par de frases de tipo “Silvia, qué
chiquilla. Es pasto para las hormonas”.
Pasa
que desde hace una semana mi cuerpo se está llenando de ronchas
rojas. Como lo leen. Ronchas. Rojas. Imposibles de asimilar a la
dematitis atópica, esa vieja compañera, o a picaduras de dípteros,
himenópteros, arácnidos, pulgópteros, o chinchépteros (vale,
estos dos últimos son de creación propia). Que no pican. Que crecen
de tamaño. Que salen en oleadas. Cuando una
lleva la trayectoria dermatológica que lleva, y además se bate
contra una hipocondría en retirada, todo su autocontrol se consume
en la tarea de no pronunciar mentalmente las palabras “sarcoma”,
“sida” o “sífilis”. A partir de ahí, el pilotito de la
serenidad se pone en rojo. Una monta en cólera, como lo oyen, o se
echa en los brazos sudados de la lástima por una misma. Como si una
no tuviera suficiente con lo que tiene.
Como si a una la estuvieran condenando al unísono por un montón de
infracciones que ocurrieron espaciadas en el tiempo. Una cavila. Se
desconcierta. Canturrea “pero esto qué es pero esto qué es ahora
pero esto qué coño es”, igual que un mugroso cantante grunge.
Busca una miserable pista. Se compara con los seres vivos de los que
tiene noticia. Hace estadística chusca, y establece que no, que
semejante superposición de males cutáneos, normal, normal, no es.
Una
se pregunta en qué demonios se está equivocando. Repasa su
alimentación, su medio ambiente hogareño, las diversas porquerías
a las que se ve expuesta en el trabajo, la meteorología, el estado
del tráfico de la ciudad en la que vive, su talante psicológico. Y
se da cuenta de que no encuentra explicación alguna. Entonces, una
comete un error garrafal: apela a la justicia. Sus pensamientos se
encuentran una señal de STOP como una casa, pero ella se la salta.
Sabe de sobra que por ahí no se va a ningún sitio. Que, en materia
de salud, una debe limitarse a aprobar el parvulitos de no ponerse
ciego de drogas, tabaco, margarina o alcohol, y ser consciente de
que, en los cursos sucesivos, la nota que te pongan va a ser, como
poco, arbitraria. Una sabe que su cuerpo es otro más de esos
mecanismos naturales al que se la suda la moralidad de si un suceso
es justo o injusto. Y, a pesar de saberlo, no puede dejar de
repetirse que esto que le pasa es injusto, muy injusto. Es incapaz de
tragar lo inexorable del asunto.
Lo peor mejor de todo es que una no está sola. Y que en el manual
limitado de su comportamiento no cabe la modalidad de autocompasión
silenciosa. Así que L-L-O-R-I-Q-U-E-A. Y cuando una lloriquea en
compañía, el sufrido público, bendito sea, se ve en la obligación
de tener que aportar algo de cordura. Tiene que decir algo para
demostrar su empatía. Veamos el siguiente teatrillo:
- Mujer/hija, seguro que no es nada, y se quita en dos días”
- No me toques los/la cojones/moral, anda, que todavía estoy esperando a que se me quite lo otro, replica la compungida aunque grosera Una.
O,
in crescendo:
- Tienes que hacer un esfuerzo por mantener la calma.
- ¡¡¡¿La calma? ¿La calma?!!! ¿Y tú que te crees que llevo haciendo desde hace más de dos años? Que me van a dar el cinturón negro del acatamiento budista, colega. ¿Tú rabias de picor? Pues te callas. No tienes derecho a pedirme más calma.
Y
el acabóse:
- ¿Qué va a pasar si un día te diagnostican un cáncer?
Silencio
de gánster moldavo por respuesta. Una se compromete consigo misma a
no volver a verbalizar su pena negra. Y se indigna. Empieza a estar
un poco harta de no tener derecho a la desesperación fugaz. Harta de
asepsia emocional. Harta de que todo tenga que pasar por el filtro
sin turbulencias de la serenidad. Vale, la desesperación no es en
absoluto útil. Pero es real, igual que es real el sufrimiento de los
enamoramientos falsos. E impedir que esa desesperación aguda se
termine de quemar, velozmente, como la yesca fina que es, camufla
algo que tarde o temprano empezará a oler mal.
Así
que, cuando veas a Una en este estado, déjala que se desfogue un
poco, anda. No pasa nada. Aunque en ese momento no lo puedas creer,
ella parece una persona sensata y pragmática. No tienes que
pronunciar palabras de consuelo. Una tiene un repertorio de ideas
consoladoras que ni las vendedoras de Avón. En breve, se quedará
tranquilita como un cordero nonato. Cógela de la mano, a secas. Los
fogonazos de exasperación son terapéuticos.
P.D.:
Pitiriasis rosada de Gibert. Eso es lo que me pasa. Otro más de esos
virus que me aman. ¿A que suena a poesía victoriana? Parto pecho.