Por
supuesto que puedes subir hasta aquí en coche, cómo no, si casi
podemos conducir hasta la luna. La carretera es estrecha, y la capa
de asfalto disimula, a duras penas, que hasta anteayer fue un simple
camino de herradura, pero no tiene muchas curvas. Yo misma la he
utilizado dos, no, tres veces, para acarrear hasta aquí las cosas a
las que no he sido capaz de renunciar. Podría haberlas cargado en un
mulo, y porteado a pie desde Santu Adrianu, pero mi vocación por la
autosuficiencia no llega hasta esos extremos de delirio. Que no creo
que se me diera mal del todo, tirar de un mulo, oye. Una vez, un
compañero de trabajo y yo guiamos, por media sierra de Iznalloz, a
una burra que nos encontramos abandonada, y a mí me resultó un
placer muy dulce escuchar aquellos cascos gastados y retumbantes, por
detrás, tan obedientes como el eco de mis propios pasos. Serán los
genes arrieros. Pero los proyectos personales deben ser lo
suficientemente amables y plásticos como para adaptarse a la
realidad circundante, si uno no quiere que se le ponga cara de
Charles Manson. Y mi realidad circundante es que a) este no es un
lugar tan remoto como para que te presten un mulo; b) tengo un coche
la mar de majo, a pesar de su vicio de alimentarse de gasoil; y c)
los utopismos me dan una risa bárbara.
Pero
si llevas poca carga, te recomiendo que la metas en una mochila, y
que subas andando por el desfiladero. Es lo que hice yo, una vez que
hube colocado mis escasos aunque pesados trastos en la casita, y las
provisiones dentro de la despensa. Creo que siempre es bueno empezar
lo que uno se propone a pie, sobre todo cuando el camino empieza con
una cuesta. Eso te da una idea de las fuerzas con que, desprovisto de
prácticamente todo lo que no sea tú mismo, cuentas. Empiezas a
andar con la vista fija en las piedras del suelo, y después de unos
minutos de marcha, te das la vuelta y, entre jadeos, te asombras de
haber sido capaz de subir tan alto, montado sobre tus tus propias
piernas. La palabra júbilo es muy apropiada para ese momento. Pero
ya te he hablado mil veces de esa sensación, ¿verdad?
Aunque
te lo advierto, te va a costar mantener la vista fija en el suelo.
Vas a querer asomar medio pie por el borde del barranco. Te va a
pasar por la zona más desbocada y bruta de tu imaginación la idea
de arrojarte a la dudosa red de seguridad de esa jungla que esconde
al arroyo, que parece mentira que quede a más de cincuenta metros de
profundidad, con el escándalo que arma. Llegará incluso el instante
en que, a pesar de que lo folclórico te dé tantas ganas de orinar
como a mí, empieces a pensar que el nombre de “Desfiladero de las
Xanas” está requetebién puesto, porque, que una de esas hadas
fluviales de los cuentecillos de pastores haya logrado embrujarte,
entra de pronto en la quiniela de tu objetividad. No temas. Es el
efecto un poco tóxico que provoca el paisaje que atravesarás, la
borrachera de aire verde, la vegetación que cabalga obsesiva sobre
las paredes blancas, tan verticales como las de tu propia casa, del
desfiladero.
Cuando
estés medio habituado ya al precipicio y a las entrañas de un
bosque que te sonará a tropical, cuando no te acuerdes del
televisivo mundo de allí abajo, cuando esta ascensión empiece a
parecerte un poco demasiado ritual, entonces la arboleda comenzará a
abrirse. Intuirás el prado diminuto y la choza detrás de la primera
empalizada que verás, preguntándote si es posible que la loca de
Silvia se haya podido retirar justo a este lugar, apenas arrebatado a
los árboles. No creas, también a mí se me pasó por la cabeza
escogerlo. Tiene soledad a toneladas, tiene silencio, carece de esos
horizontes y panoramas que son la excusa perfecta para levantar la
vista del ordenador. Pero, repito, mis ideas fijas son muy fáciles
de engatusar. Y, cuando al final, sí, esta vez sí es el final, de
la cuesta te encuentras con el mosaico de praditos cargados de
bondad, con las flores y las montañas, y con las casas robustas de
Pedroveya, Dosango, La Rebollada, ¿quién se acuerda del libro que
uno venía a escribir aquí? ¿Quién quiere meterse en un agujero
verde, y llenarlo de palabras perecederas e intercambiables? ¿Quién
es capaz de decirle que no a un mundo que te está proponiendo
idilios?
Lo que verás desde la ventana donde desayuno |
Así
que en esas estamos, amigo. Escribo, sí, pero mucho menos de lo que
había planeado. Está claro que voy a necesitar más tiempo del que
me ofrece este verano de retiro para acabar el dichoso libro. Al
final olerá a tubo de escape y a ciudad, para variar. No importa.
Voy aprendiendo otras muchas cosas. Tengo unos vecinos relativos,
Fonsu y Amelia, viejos como una cueva, que me han adoptado, y me
enseñan a guiar las matas de fabas por las varetas de avellano. A
ordeñar sus dos vacas. ¡A hacer mantequilla y queso! A guardar a
las malditas gallinas rebeldes. A hacer un buen fuego en la chimenea,
porque en estas alturas, de noche, refresca. Ayer estuve ayudando a
Fonsu, horquilla en mano, a hacer montones de heno recién segado, y
hasta me dejó dar un par de vueltas y cabriolas con su segadora
pequeñita. Gran tipo, de palabras escogidas y nudosas como sus
propias manos. Siempre me dice “menos hablar en el trabayu, nena”,
y yo me parto. Pero tiene razón. Por las mañanas trasteo en el
huerto, hago pan de maíz. Cocino, tratando de usar la menor cantidad
posible de las provisiones que subí en el coche. Apenas gasto
electricidad. Ayudo y dejo que me ayuden. Me trago las palabras, por
las mañana, y luego, tras una siesta cortita, las regurgito por la
tarde, en el ordenador. Por supuesto que aparto la vista de la
pantalla. Habría que ser muy tonto y, no sé, muy histriónico, para
no hacerlo. Y, aunque lenta, tortuosamente, parece que la cosa
avanza. A eso de las ocho, vuelvo a callarme. Si el tiempo lo
permite, me doy un paseo, de un pueblo a otro, a esa mancha de
robledal que todavía no he catado, o hasta algún pico rocoso no muy
exigente. Y si llueve, con esa suavidad como de caricia, me doy un
atracón de mirar, sentada en el poyete de la fachada, donde he
aprendido a dejar mis propios zapatos. Espero ver pronto los tuyos en
el mismo sitio.
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