No hace ni una semana que me fui, y ya
estoy otra vez con la espalda pegada a la puerta de la casa de mi
padre. Y una lamentable veta de mi cerebro me obliga a buscar excusas
para ello. Que si el Calor Apocalíptico de tierra adentro. Que si
cinco noches seguidas de sueño sudoroso e intermitente son
demasiadas para mi cordura. Que si he agotado demasiado pronto mi
dosis de fresas. Que si el agua del mar es la pócima definitiva para
mi mal. Me veo sacando de nuevo la maleta del armario, y entre ceja y
ceja se me forma una nube. Otra vez la maleta, me digo, otra vez
Estepona. Más me valdría dejar allí un camisón, un bikini, una
falda y una camiseta, y un hato cualquiera para las carreras. Escucho
dentro de mi cabeza las vocales mordaces de mi hermana: “¿ootraa
veeez? Qué pesaadoos”. Y, antes de guardar el ordenador en su
funda, me obligo a pensar en algún plan alternativo. ¿Rodalquilar?
Más gente de la que queremos ver asociada a uno de nuestros
paraísos. ¿Ronda, y meter los pies en el río Guadiaro, trepar,
cabalgar, perdernos entre árboles? Mmm. Temporada alta para las
chicharras. Como si me diera cierta vergüenza reincidir en un
destino cómodo y trillado. ¿Otra vez Estepona? ¿Pero cuántos años
me quedan para que el Imserso me mande sus programas? ¿Dos, uno?
¿Ninguno? ¿Esa es toda la imaginación que me cabe en el cuerpo?
Conforme el coche va comiéndose, medio
sonámbulo, esos doscientos kilómetros que conoce ya como a un
hermano gemelo, mi incomodidad sin palabras se disipa. ¿Y por qué
no voy a volver adonde me gusta estar de veras? ¿Por qué tengo que
justificarme, cuando lo cierto es que esta es la casa que me viene a
la cabeza cuando pienso en la palabra “hogar”? ¿Por qué voy a
sucumbir de nuevo a ese consumismo vital que se vanagloria en
rechazar la costumbre, y que me obliga a buscar más, más, más
nuevo, más intrépido, más raro, más? Si me gusta leer aquí,
después del desayuno, sentada en el escalón de la entrada, me gusta
ir a la playa, me gusta escribir aquí, me gusta poner los pies a
ambos lados de un lomo de judías verdes, me gusta despertar aquí,
me gusta la última, irisada hora de la tarde. Me gusta repetir estos
gestos, igual que un pianista en pos del virtuosismo. Y me gusta
quien soy aquí, un yo cachorro y sin glotonería, alguien para quien
la experiencia es algo que, la esperes o no, llega cuando toca, y no
cuando tú la deseas.
Y, sin embargo, hay que ser lerda para
escapar del Calor Apocalíptico, y venir a caer en las garras del
Tórrido Terral. Terral: dícese del aliento del demonio disfrazado
de viento. Los fusibles saltan. Al helado le crecen cristalitos de
hielo a fuerza de derretirse y congelarse quince veces al día. El
peine se vuelve superfluo. E ir a la playa se convierte en uno de
esas aventuras dignas de aparecer en un concurso de la Cuatro. Pero
hay color. El viento de poniente, incluido este terral, satura el
color y agudiza los contornos de las cosas, como si de repente
alguien te devolviese las gafas limpias de esa costra de grasa con la
que, sin saberlo, vas por la vida. Esta semana Granada parecía haber
sido atrapada en un goterón de pegamento Imedio. Ibas conduciendo
por la circunvalación, y toda la ciudad se veía polvorienta y
plana, como un polígono industrial especialmente sórdido, y hasta
la misma, majestuosa Sierra parecía una reverberación en el
desierto. Aquí el calor no se disfraza de calor. El cielo es tan
azul como en las canciones infantiles, y volver a verlo así, con ese
color que se supone que es el suyo, después de esta semana de cielo
sepia, es como recuperar la visión de las estrellas. Los árboles
son verdes. La tierra marrón. La fachada de mi casa, como debe ser,
blanca.
Y mis muslos son del color de los
caramelos Solano. Todavía llevan los arañazos que me traje ayer del
trabajo. Son diminutos, apenas unos cuantos pinchazos de zarzas y
aulagas, pero yo me recreo en ellos. Los rastreo por la piel, sigo su
curso, hago círculos a su alrededor, añoro la sensación de ardor
con que el agua de la ducha los revela. Quizás es que en mi psique
hay disimulados unos cuantos rasgos masoquistas. El cas0 es que yo
amo mis arañazos. Son como una medalla al mérito. Son como lo que
aquí dejo escrito: un registro del día. Durante la ducha,
decepciona un poco que el agua se pierda por el sumidero igual de
transparente a como salió por la alcachofa. Que no se vea oscura del
polvo acumulado a lo largo de toda una mañana dando bandazos por el
monte, buscando (y encontrando!) cebos envenenados, pegajosa de calor
y de sueño, rica en todos los olores acumulados. El de la jara, el
del romero, el olor del suelo ardiente de las once de la mañana, y
de las hojas rabiosas de las encinas. El desodorante del compañero,
a primera hora, el olor a comino de sus sobacos, a última. El de las
motos farrucas de los agentes del Seprona. El olor indescriptible y
tristísimo de un cachorro de zorro en descomposición.
Miro mis preciosos arañazos rojos bajo
esta luz afilada, veo mi reflejo en la pantalla del ordenador, con
las gafas escurridas a media nariz, y me doy cuenta de que todo esto,
esta casa, esta luz, mis días, mi escritura y mis arañazos, está,
de algún modo, y no porque me vea obligada a redondear el post,
conectado. Porque en este lugar del mundo al que me he hecho adicta,
donde el aire es claro y la luz esculpe, en este rincón callado de
la escritura, lo real se realza, permanece y se salva. Al menos el
tiempo que dura en la piel un arañazo.